Solo unos días más, una semanita de nada, y Mario Vargas Llosa (1936-2025) habría calcado el adiós de su examigo y sin embargo enemigo del alma, de ese coloso llamado Gabriel García Márquez que llegó antes que él a la cima del Nobel y se marchó también antes, el Viernes Santo de 2014. El desenlace, en cualquier caso, es prácticamente idéntico. Lo mismo para Gabriel García Lennon que para Mario McCartney, como diría, como seguramente estará diciendo ahora mismo, el enciclopédico y pop (a su pesar) Rodrigo Fresán. A saber. Loas a cinco columnas, titulares a todo lo que da el ancho de banda y de web, y recordatorios de que, a pesar de todo, el peruano fue titán de la literatura. ¿Héroe o villano? ¿Obra o artista? De todo un poco, la verdad.
Escritor mayúsculo, intelectual veleidoso y político de ideología cimbreante, Vargas Llosa ha muerto esta madrugada a los 89 años en Lima, Perú, rodeado por su familia y recostado sobre su leyenda. “Su partida entristecerá a sus familiares, a sus amigos y a sus lectores de todo el mundo, pero esperamos que encuentren consuelo, como nosotros, en el hecho de que disfrutó de una vida larga, aventurera y fructífera, y que deja tras de sí una obra que lo sobrevivirá”, ha escrito su hijo Álvaro en un comunicado compartido en redes sociales.
Último Nobel (por el momento) en español, aspirante interruptus a presidente del Perú y neoliberalista feroz en su faceta de escritor de periódicos, Vargas Llosa fue también una de las primeras piedras de aquel fenómeno que se quiso llamar “boom”: Barcelona como centro del mundo y los autores latinoamericanos desfondándose en la capital catalana a fuerza de arrimarse al realismo mágico o de la novela transoceánica de corte monumental. El peruano, “el último realista”, según Carlos Barral, se centró en lo segundo para erigir una obra literaria que, por paradójico que pueda parecer ahora, siempre quiso ser azote del poder político y militar. Es así como surgieron “La ciudad y los perros” (Seix Barral, 1963), debut novelesco en el que vertió sus experiencias en el Colegio Militar Leoncio Prado; “La Fiesta del Chivo” (Alfaguara, 2000), centrada en la muerte del dictador dominicano Rafael Trujillo; o “Tiempos recios” (Alfaguara, 2019), sobre el golpe militar en la Guatemala de los años cincuenta.
Nacido en Arequipa el 28 de marzo de 1936, el joven Mario, como tantos otros, empezó a respirar por la herida de la infancia y las paternidades terribles. Su padre, felizmente dado por muerto desde que era un recién nacido, reapareció en su vida cuando tenía 10 años y lo puso todo patas arriba. Ahí estaba, como recién salida de la tumba, esa figura autoritaria y dictatorial que acabaría moldeando a los villanos de sus novelas. El choque, inevitable, se convierte en siniestro total cuando el padre envía al hijo a estudiar a una academia militar. Experiencia atroz y, sin embargo, una mina literaria de la que saldrá “La ciudad y los perros”, premio Biblioteca Breve de 1962 y acelerante de ese “boom” que apadrinaron Carmen Balcells y Carlos Barral. Cuenta la leyenda que en el patio del Colegio Militar Leoncio Prado se quemaron diligentemente un millar de ejemplares a modo de protesta.
Siguiendo casi al dedillo el manual de instrucciones del escritor bon vivant, escandalizó a su familia liándose con la hermana de la mujer de uno de sus tíos, diez años mayor que él, y se fugó a París para buscarse la vida entre sábanas revueltas y manuscritos rechazados. Luego vendrían Madrid, Londres y la regularidad en las publicaciones tras años de infortunio: con “La casa verde” (1966) ganó el Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, “Conversación en La Catedral” (Seix Barral, 1969) apuntaló su peso internacional y “Pantaleón y las visitadoras” (Seix Barral, 1973) lo convirtió en superestrella de la literatura latinoamericana.
Admirador de clásicos como Alejandro Dumas, Victor Hugo y Gustave Flaubert, empezó trabajando como reportero de sucesos y acabó a guantazos con el “boom” en 1976, cuando le arreó un puñetazo a García Márquez en Ciudad de México por una supuesta disputa amorosa que nunca se llegó a aclarar. Años antes, principios de los setenta, todo eran lisonjas y carantoñas en esa Barcelona en la que echó raíces durante cuatro años. Se instaló a pocos pasos de la calle donde vivía su entonces aún amigo Gabriel García Márquez, dio clases en la Universidad Autónoma de Bellaterra y leyó con fruición a Joanot Martorell.
Su perfil público, cada vez más que acrecentado, lo llevó primero a la televisión peruana, donde condujo el programa cultural ‘La torre de Babel’, y más tarde a la política, ya fuera por omisión (en 1984 rechazó ser el primer ministro del presidente Fernando Belaúnde) o por acción, disputándole a Alberto Fujimori la presidencia en 1987 y fracasando en el intento. “Aprendí de mis experiencias políticas que soy escritor, no político. Parte de las razones por las que he vivido la vida que he vivido es porque quería una vida aventurera. Pero mis mejores aventuras son más literarias que políticas”, justificó años más tarde. El novelista, marxista convencido en su juventud, viró progresivamente hacia posturas cada vez más conservadoras y acabó cambiando la Revolución Cubana por el puño de hierro de Margaret Thatcher. Cosas de la edad y, se supone, de la cuenta corriente. En 2019, dimitió como presidente emérito del PEN International por el apoyo de la entidad a los líderes independentistas catalanes encarcelados.
Nada que ver, en cualquier caso, con el tono de obras como “El sueño del celta” (Alfaguara, 2010), sobre la participación de Roger Casement en la insurrección independentista irlandesa de 1916. Porque su obra, a pesar de todo, siempre fue por libre, incluso cuando se convirtió en carne de prensa rosa y papel cuché durante su sonado romance con Isabel Preysler. La primera década del siglo XX la estrenó con “La Fiesta del Chivo”, monumental novela orquestada alrededor del asesinato del dictador dominicano Rafael Trujillo, y la despidió a lo grande, en 2010, con un Nobel de Literatura que celebraba “su cartografía de estructuras de poder y sus mordaces imágenes de la resistencia individual, sublevación y derrota”. Desde entonces, su posicionamiento político y sus combativos artículos de opinión han alimentado una imagen de intelectual fuera de su tiempo, pero ahí quedan, antídoto contra la caricatura, títulos como “El héroe discreto” (Alfaguara, 2013), “Tiempos recios” (2019) o “Le dedico mi silencio” (Alfaguara, 2023). ∎

La primera novela de Mario Vargas Llosa es, también, la que asienta toda su literatura: aquí nace esa cartografía de las estructuras de poder que años después reconocerá la Academia Sueca y con la que el peruano ajusta cuentas con el Colegio Militar Leoncio Prado. Dos años pasó Vargas Llosa en aquel infierno de códigos militares, violencia gratuita y relaciones de poder y miedo entre esas castas formadas por los jefes, los perros y los esclavos.

“¿En qué momento se había jodido el Perú?”, se pregunta al comienzo del libro Santiago Zavala, “Zavalita”, alter ego nada disimulado de un Vargas Llosa que redobla la ambición para aplicar un microscopio narrativo y literario a la sociedad peruana bajo la dictadura de Manuel Arturo Odría. Otra vez el poder y otra vez la podredumbre moral y la represión política y social campando a sus anchas.

Vargas Llosa apresa en ámbar uno de los episodios fundacionales de su vida amorosa: su relación con la escritora boliviana Julia Urquidi, con quien se casó en 1955. Él tenía 19 años, ella, que era hermana de una tía política del autor por parte materna, 29. Una relación condenada al cataclismo que el peruano recrea aquí con humor y efectividad.

La última gran novela de Vargas Llosa, con permiso de la muy musical “Le dedico mi silencio” (2023), supone también la sublimación del propósito que el peruano se arrogó cuando empezó a escribir: denunciar el pozo de miseria moral del que surgen las tiranías y retratar, negro sobre blanco, la voracidad demente del poder. En este caso, Vargas Llosa lo hace reconstruyendo minuciosamente el antes y el después del asesinato de Rafael Leónidas Trujillo, dictador dominicano durante tres décadas. ∎