Suena nuestra canción, pero en realidad no es la nuestra, sino la de todo el mundo. Porque suena “Despechá”. Y Juan Luis Guerra. Y “The Final Countdown”. Y Amaral. Y un pasodoble. Y “Me gustas mucho tú”. Y Raffaella Carrà. Y “El toro enamorado de la luna”. Antes, mucho antes, había gaiteros borrachos, pero ahora suenan canciones y suceden cosas. Muchas cosas. Tantas como canciones. Es verano, laten los altavoces de la Fiesta anual y el bum-bum-bum de la batería se acompasa con el bombeo de los corazones. ¿O era al revés? “That summer feeling is gonna haunt you the rest of your life”, canturrea por dentro, porque Jonathan Richman aún no se ha colado en el repertorio de la Orquesta Ardentía, uno de los personajes, el que mira a la gente que mira el escenario.
“Las de la Orquesta no son las canciones que estas personas escucharían en casa, las que pondrían en su funeral o en su boda. No son las favoritas de cada uno, sino las que conocen todos, vivos y muertos: el esperanto musical que trenza generaciones, escenas y vidas a través de las décadas”, escribe Miqui Otero (Barcelona, 1980) en las páginas de “Orquesta”, novela con la que el barcelonés parece despedirse del escritor que fue, el de las narraciones de formación deformadas, el himno generacional en bucle y la Gran Novela de Barcelona como animal mitológico a la fuga, para rendirse con renovada ambición a la novela como organismo vivo; como ente casi autónomo que cobra vida a medida que el foco alumbra, uno a uno, al Conde, Placeres, Ventura, Soledad, Cosme, Caridad, Ton, Iria, Miguel y el crío de la bicicleta roja.
“Es curioso que todos escuchen lo mismo, pero a cada uno le duela una cosa distinta”, resume ese narrador gaseoso y líquido, el gran hallazgo formal de la novela, que lo envuelve todo y a todos. Sí, la música. Las canciones que suenan en el escenario, estallan en caderas y corazones, y cobran sentido precisamente porque hay alguien escuchando. “El secreto de una orquesta, o eso me dijo Miguel, es que es un espejo: la Orquesta es el público”, leemos. Y ahí precisamente está la magia de “Orquesta”, este sueño (y a ratos, según para quién, también pesadilla) de una noche de verbena en una aldea gallega. Porque el autor de “Rayos” (2016) logra aquí el más difícil todavía: disolverse en una decena de protagonistas espléndidos (amén de secundarios de lujo como el Ambipur, el Casiguapo o Francisco Alegre) que acaban formando desde la primera persona una asombrosa voz colectiva y comunal.
Una novela de novelas en la que habla el nosotros, escucha el yo y los personajes se arraciman alrededor de ese escritor que no es Miqui, sino Miguel, bisagra que conecta las edades que fueron y las que serán; el centinela en la curva de la vida, en ese pliegue que une y al mismo tiempo separa a los vivos de los muertos, al campo de la ciudad, lo ordinario de lo sobrenatural. “A mí me metieron el miedo con las leyendas y luego descubrí que la vida era peor”, que dice el Conde, primera puntada de un tapiz formado por viejos enemigos, futuros amantes, camioneros transformistas, concejalas de cultura con pocos escrúpulos, forasteros condenados, octogenarias con cuerpo de venganza y tipos hastiados de la ciudad que descubren que el campo tampoco es la solución. “Cuando estaba allí, en la Ciudad, al menos pensaba que todo tenía remedio. Porque creía que el Valle era el remedio. ¿Ahora a dónde me voy? ¿A otro planeta?”, lamenta de pronto Ton Rialto.
En “Orquesta”, la historia es más o menos sencilla: durante una noche de verbena, un crío, el Niño de la Bici Roja, recopila los mensajes que los asistentes a la Fiesta han de escribir para poder participar en la gran rifa final. Cada papelito es un personaje y cada personaje, una historia. Y la música las agavilla todas, como en un manojo de vidas reunidas. El ensalmo, en este caso, está también en el cómo: el ritmo; los versos y estribillos entrelazados a la narración; el mimo a los personajes; esa curva cronológica, historia alternativa de España, que van formando las canciones sin que uno se de cuenta; el permanente juego de equilibrios y contrastes…
Para quienes, por lo que sea, no nos enamoramos de “Simón” (2020) como seguramente merecía el héroe en cursiva de Otero, “Orquesta” es un salto cuántico fenomenal. Un retrato coral y luminoso de un lugar que quizá no sea “modelo de nada, ni de heroísmo rural ni de miseria ejemplar”, pero que se convierte en arrebatador mundo propio y, sin embargo, en universo también común. Sí, otra vez el yo y el nosotros, esa primera persona del plural que son todas a la vez en todas partes. Como la música que suena sin descanso. “La única manera de dejar de silbar una canción; de quitártela de la cabeza, es pasársela a otro”, dice casi al final el Niño de la Bici Roja. Y, sin embargo, no parece que vaya a ser así de fácil despegarse de esta colosal “Orquesta”. ∎