La idea del control de la actuación y de la manipulación de la empatía, de la identificación, destaca en el quinto capítulo, que hace de bisagra en el conjunto de la serie y de contraste formal: frente al ritmo efervescente de los otros capítulos, se trata de un plano secuencia de más de treinta minutos en el que nos acercamos al rostro de Erik, con su abogada Leslie Abramson (Ary Greynor) en escorzo, mientras va relatando los abusos del padre con manifiesta emoción. Un cuadro terapéutico cuyo reto es conseguir que nos parezca veraz o real el testimonio, pero que está siendo interpretado por el actor Cooper Kock como doble de Erik; sobre este efecto ilusionista opera la serie. A fin de cuentas, treinta años después del crimen las interpretaciones sobre si los abusos fueron reales o inventados siguen abiertas. El relato indaga en esa brecha a través de sus diferentes puntos de vista, colocándonos en la subjetividad o la percepción de los hijos, pero en otros capítulos también en la de los padres (aquellos que no han tenido voz en el caso), José Menéndez y Kitty Menendez (Chloë Sevigny), o en la perspectiva afectada del periodista de ‘Vanity Fair’ Dominik Dunne (Nathan Lane). Todo ello ofrece un cuadro esquivo y borroso, que mantiene opaco e invisible el secreto detrás de la puerta (los abusos sexuales, el drama familiar) mientras podemos ver en detalle la violencia del crimen, la exageración y sobreactuación de los hermanos y el desencadenamiento de prejuicios de clase, raciales y de género que suscita el caso en la sociedad. Parte de esta construcción visual, en particular en relación al padre, el cubano de pasado oscuro y tal vez traumático, siempre en sospecha por sus logros y su temperamento distinto, activa o proyecta los clichés o estereotipos; buena parte de los juicios populares se construyen mediante estas ficciones o percepciones sesgadas.