Todo comenzó, como en tantas ficciones austerianas, con una llamada. Art Spiegelman había aceptado a regañadientes a principios de los noventa el encargo de adaptar “Ciudad de cristal” (1985) al cómic para una nueva colección que pretendía insuflar nueva vida en viñetas a obras del género negro. Más que un reto, un salto al vacío. La novela de Paul Auster (1947-2024) reinventaba desde una perspectiva posmodernista el noir para convertirlo en un vehículo para la indagación existencial sobre la identidad y la realidad. Su prosa, alambicada y llena de requiebros narrativos, convertía este relato detectivesco y metafísico en un material casi inadaptable. Abrumado por la magnitud del proyecto, Spiegelman telefoneó a Paul Karasik (Washington D.C., 1956), reputado ilustrador y ensayista, que aceptó el encargo al instante. Años atrás ya había llenado un cuaderno con ideas para una posible adaptación, fascinado por el material. Contaba además con el mejor compañero de viaje posible, David Mazzucchelli (Providence, 1960), que venía de redefinir el género superheroico con “Daredevil. Born Again” (1986) y “Batman. Año uno” (1987), ambas con guion de Frank Miller.
Paul Auster, que nunca fue un gran amante de los cómics a pesar de apreciar el formato, acabó dando su beneplácito al proyecto de adaptación con una sola condición: todas las palabras debían provenir del texto original. El resto quedaba en manos de Karasik, que llevó a cabo un eficaz trabajo de poda, y de Mazzucchelli, que se encargó de reimaginar visualmente la novela a partir de los guiones dibujados, ya muy elaborados, de Karasik. El cómic “Ciudad de cristal” (1994), como la novela, cuenta la historia de Daniel Quinn, un escritor de novelas policíacas que, tras una confusión de identidades, se ve envuelto en un misterio para el que no solo encuentra respuesta, sino que acaba sepultado en preguntas. El ritmo interno de la prosa de Auster se traduce aquí en una sobria rejilla de tres por tres viñetas: metáfora de la cordura del protagonista, pero también de la prisión mental en la que habita. A medida que Quinn se desmorona y se precipita en su descenso a los infiernos, la cuadrícula acaba por fragmentarse hasta disolverse.
Con un estilo que oscila entre el realismo naturalista y la caricatura, Karasik y Mazzucchelli reinterpretan la Nueva York de Auster, ciudad rota de sendas interminables, que deviene laberinto físico y mental cuyos materiales –desde un ladrillo a una huella dactilar– pueden descomponerse en complicados rompecabezas de metáforas visuales. El trazo del dibujo, cada vez más simbólico y menos figurativo a medida que Quinn pierde el control, se eleva particularmente en los pasajes más densos de la obra de Auster. El monólogo enajenado de uno de los personajes –que ocupa veinte páginas en el original– se transforma en un torbellino de imágenes abstractas, sin transición diegética, que no reproducen el contenido literal del texto pero capturan su esencia. “Ciudad de cristal”, más que una adaptación, es una magistral traducción visual brillante.
“Ciudad de cristal”, el cómic, se publicó en 1994. Tres décadas después de este hito, Karasik se embarcó en la adaptación de las otras dos obras –“Fantasmas” (1986) y “La habitación cerrada” (1986)– que conforman esta “Trilogía de Nueva York” en formato cómic, ahora recopilada de forma conjunta (Planeta Cómic-Seix Barral, 2025, traducción de Javier Calvo, una edición publicada pocos días después de la original estadounidense). La apuesta, loada en la mayoría de reseñas probablemente por el influjo de la obra original, no está exenta de defectos y peajes.
Sin Mazzucchelli a bordo, Karasik recurrió al italiano Lorenzo Mattotti (Brescia, 1954) para ilustrar “Fantasmas”, sin desviarse una coma del argumento original de la novela: el Detective Azul es contratado para vigilar a un hombre llamado Negro desde un apartamento. Con el paso del tiempo, la vigilancia se convierte en una obsesión que borra los contornos de su identidad. La adaptación se aleja del cómic para instalarse en el terreno del relato ilustrado. Mattotti, que siempre ha sido más ilustrador que historietista, ofrece una imagen por página –a veces ninguna– y renuncia a la narrativa secuencial, apostando por la disonancia entre imagen y texto a través de composiciones y ángulos de claro acento expresionista. Si Mazzucchelli intentó abrir ventanas para iluminar una historia claustrofóbica, Mattotti opta por intensificar su asfixia, acentuando con sus creaciones la espiral obsesiva en la que acaba atrapado el protagonista. Pero, a diferencia de otras obras suyas, como su muy libre adaptación de “Doctor Jekyll y Mister Hyde” (2002, con Jerry Kramsky), que le valió un premio Eisner en 2003, aquí parece más constreñido por el enfoque que liberado por él.