“Polvo serán, mas polvo enamorado”. La nueva película del cineasta barcelonés Carlos Marqués-Marcet –“10.000 km.” (2013), “Los días que vendrán” (2019)– toma su título del último verso del poema “Amor constante, más allá de la muerte”, de Francisco de Quevedo, uno de los más insignes poetas españoles del Siglo de Oro. Desde su propio título, pues, esta rara avis del cine español contemporáneo exhibe su naturaleza intertextual, su intersección con otras disciplinas artísticas. Si hace ya cien años los cineastas y artistas de vanguardia defendieron la idea de un “cine puro” ajeno a las interferencias de otras artes, Marqués-Marcet consigue hacer un cine auténtico, y absolutamente personal, a partir de su hibridación con disciplinas como la literatura, el teatro y, sobre todo, la música y la danza. “Polvo serán” (2024; se estrena hoy) es una propuesta arriesgada e insólita, un drama arrebatadoramente romántico, una comedia negra y, sobre todo, un musical provocador que, cuestionando la naturaleza efervescente, ligera y vitalista del género, tiene como temática principal la muerte. O, tal vez, hablando de la muerte, de lo que habla en realidad Marqués-Marcet es de lo que hace que la vida merezca la pena, como ese “amor constante” sobre el que escribía Quevedo.
La pareja enamorada protagonista tampoco se parece a los característicos personajes de los musicales. La icónica Ángela Molina y el extraordinario actor chileno Alfredo Castro, colaborador habitual de Pablo Larraín –ha aparecido en, entre otras, “Tony Manero” (2008), “El club” (2015) y “El conde” (2023)–, encarnan a un matrimonio maduro que, tras 40 años, debe afrontar un hecho trágico: ella sufre de un tumor cerebral incurable que le ocasiona un terrible sufrimiento. Esto los llevará a tomar una decisión radical en la que el amor y la muerte aparecen no como antagonistas, sino como dos caras de una misma moneda irremediablemente ligadas entre sí. No es en absoluto casualidad que Molina y Castro encarnen a dos artistas, una actriz y un director teatral, que han colaborado juntos durante décadas poniendo en escena personajes y obras de muy distinto tipo, es decir, viviendo sus vidas a través de la ficción. El cine de Marqués-Marcet, que en ocasiones parece atravesado por Cassavetes o Pialat, pero también por Jean Renoir en esta película, tiene la cualidad de evidenciar lo que hay de representación detrás de las apariencias. Gracias a un inspirado trabajo de dirección de actores, uno de los puntos fuertes del cineasta (ahí están las interpretaciones no solo de Molina y Castro, sino también de Mònica Almirall, que encarna a la hija de la pareja, toda una revelación), la película contiene momentos de absoluta verdad, en los que la realidad parece fluir sin filtros delante de la cámara. Esto sucede en la conversación entre Molina y Castro en la mesa, sentados uno frente al otro, en la que el juego de improvisación entre ambos provoca fallos de pronunciación que pasan orgánicamente a formar parte del diálogo; o en la entrevista en la que el psicólogo (encarnado por el propio director) en fuera de campo le pregunta a Castro, filmado en primer plano, sobre los motivos de la impactante decisión que ha tomado.