Lo importante en “Priscilla” (2023; se estrena hoy) no es tanto el relato como el tono. Sofia Coppola se acerca a la adolescente Priscilla Beaulieu Presley como se aproximó a las hermanas de “Las vírgenes suicidas” (1999), la chica extraviada emocionalmente en Tokio de “Lost In Translation” (2003), la joven reina que busca la libertad en el corsé versallesco de “María Antonieta” (2006) y los adolescentes que roban a las celebridades de “The Bling Ring” (2013). Basado en las memorias de Priscilla, que participa también como productora ejecutiva, el filme comienza con el retrato visual de una adolescente estadounidense de los años cincuenta: pequeños pies desnudos sobre esponjosa moqueta rosa, cuidando las pestañas y pintándose las uñas de los dedos de los pies. Solo que no es en Estados Unidos, sino en una localidad de la antigua Alemania Occidental, en 1959, allí donde coincidieron Elvis Presley como soldado y la familia de Priscilla, cuyo padre era militar. La película se convierte en la crónica pausada, sin alzar la voz –un relato íntimo e intimista–, del despertar femenino al amor, la sexualidad, la independencia de la familia cuando tienes 14 años, intimas con una superestrella como Elvis que es diez años mayor que tú, vas al instituto, te aburres en clase y fantaseas con una vida soñada que quizá se haga realidad.
En una de sus primeras citas, toleradas sorprendentemente por los padres de ella, Priscilla le dice que le gustan Bobby Darin, Fabian… ¡y él! Antítesis musical. Fascinación. Coppola despoja de toda aura a Elvis, para eso ya están otras películas. Si “La seducción” (2017) es un remake de “El seductor” (Don Siegel, 1971) desde el punto de vista de las mujeres sudistas, “Priscilla” ofrece una cierta visión de Presley desde la perspectiva de ella, pero lo que cuenta es su experiencia. Atraída por el rey del rock’n’roll y lo que representa, por supuesto: excelente el montaje en la escena de la fiesta, con Elvis tocando el piano, Priscilla mirándole de forma tímida y el vaso depositado encima del piano que cae en el fragor de la batalla del músico con las teclas.
Al principio, nada de sexo, solo besos y pastillas para dormir. El sueño se agrieta, aunque no se desmorona. Priscilla asume sin saberlo que es una mujer objeto: se prueba varios vestidos en una cara tienda de ropa para satisfacer a Presley y sus amigos. A la obsesión por los somníferos –y los estimulantes de buena mañana– le sigue la de las armas de fuego: Elvis le regala pistolas de culata nacarada a juego con el color de cada vestido. Pero la Priscilla de Coppola también sabe rentabilizar su situación: le pide a otra alumna en el examen que la deje copiar a cambio de invitarla a una fiesta de Elvis. Aunque no deja de ir a la deriva como las “vírgenes suicidas”, Scarlett Johansson o la María Antonieta encarnada por Kirsten Dunst, Priscilla tiene, como estas, una meta. Lo que cambia es ese tono que se apodera de cada escena con una especie de distancia emocional que hace más patente las fracturas.
La película está desposeída de imágenes de giras y conciertos, como mucho la salida del autocar de Graceland, rumbo a Las Vegas, y un extraño plano de espaldas de Elvis con capa en una de sus actuaciones en los hoteles de aquella ciudad al compás del “Así habló Zaratustra” de Richard Strauss. Es el retrato doméstico de una crisis prolongada pese a que tenga momentos de espuria felicidad: cuando él le regala un anillo de compromiso, Coppola utiliza el tema de Carl Orff “Gassenhauer” ya empleado en “Malas tierras” (Terrence Malick, 1973), otra película americana sobre el romance imposible entre una adolescente y un joven rebelde de aires elvisianos.