Hace tan solo unas semanas, una propuesta como “Que la fiesta continúe” (2023; se estrena hoy) habría transmitido cierta desolación generalizada por el contexto sociopolítico predominado por la ultraderecha en el que se está encauzando parte del territorio europeo y más allá del continente. Contra todo pronóstico, la suerte ha querido que el nuevo filme de Robert Guédiguian llegue a los cines españoles después de una reciente victoria de la izquierda francesa, y que su poder catalizador sobre la brisa fascista que ha ido asolando el país galo llegue ahora con una pequeña sensación de desfase. Un riesgo a correr cuando el arte se empeña en establecer diálogos con una realidad televisada tan cambiante como, en ocasiones, impredecible.
De una secuencia televisada parte, precisamente, el relato del marsellés, quien, como ya hiciera en su película hermanada “La casa junto al mar” (2017), establece un detonante narrativo (en esta película es literal) como punto de partida de la reunión de una vieja pandilla bajo los designios de un sinvivir social o familiar. El inesperado derrumbamiento de unas viviendas en un barrio de Marsella, a espaldas de un busto de Homero, da pie al rencuentro de una peculiar familia de origen armenio en la que una madre enfermera de 60 años se presenta como candidata a las elecciones locales en representación de una izquierda desunida. La congoja por la fragilidad social –con la inmigración, la sanidad y la vivienda como telón de fondo– determina el humor de la matriarca, que acompasa contradictoriamente su desánimo con el creciente enamoramiento por el padre de su futura nuera, interpretado por Jean-Pierre Darrousin.
A diferencia de una película de Ken Loach, quizá más concentrado en ligar fuertemente a sus personajes en el seno de su mensaje social, la trama doméstica de Guédiguian, más virada hacia lo cómico que a lo lacrimógeno, resta carga dramática a su mensaje político, diversificado en críticas etéreas a través de secuencias sobre la saturación de un hospital o la okupación de una iglesia. Aunque la película esté pintada en tonos de realismo, parece que sus impulsos más documentalistas acaben diluyendo el resultado al agregar pinceladas de telenovela a aquello que había comenzado como un telediario.
Maneja las riendas de esta familia, en parte asignada y en parte elegida, una convincente Ariane Ascaride en la que el director encuentra su musa. A través de su luminosa y combatiente protagonista –mujer trabajadora, comprometida y sintiente–, se vertebra toda una serie de preocupaciones sobre el futuro de una comunidad de vecinos. El emplazamiento fijo de un mismo escenario, esa plaza en la que Homero todo lo ve y al mismo tiempo queda impertérrito ante las andanzas pasajeras de los habitantes, flanquea la historia con carácter casi teatral. Resplandece el artefacto más cinematográfico en contadas ocasiones, como el memorable trávelin con que la cámara se aleja de la pareja protagonista para vislumbrar un barrio vacío y pequeño en la distancia, como si de una maqueta se tratase, montada por una mano ajena.
La particular fiesta podría haberse terminado antes incluso de haber comenzado. Sirve, igualmente, como drama-protesta, ciertamente desencantado, desafortunadamente desfogado. Una advertencia sobre el regreso de las sombras, con un tercer acto que aboga por la unión comunitaria y que recuerda la necesidad de bustos honoríficos que miren de frente las problemáticas actuales. Sin embargo, el director apunta que la fatiga, e incluso la rendición, son otras de las grietas que van acechando sobre la piedra estoica de la convicción ideológica. ∎