Muchos ensayistas cinematográficos coinciden en definir las películas como rituales de espectros. El cine siempre ha tenido un lado fantasmático; el cine como lenguaje y el cine como sala comunitaria donde se proyectan los filmes sobre una pantalla blanca que invoca y absorbe esas imágenes espectrales. De todo ello, de la memoria de los viejos cines que ya han desaparecido, y también de las viejas películas que en otras épocas habitaron esas salas, trata “Retratos fantasma” (2023; se estrena hoy), último trabajo del director brasileño Kleber Mendonça Filho. Es un filme en el que habla igualmente sobre sí mismo como cineasta no desde una posición ombliguista, sino como integrante de una doble comunidad, la del cine y la del habitante de la ciudad retratada: Recife, capital del estado de Pernambuco y lugar en el que nació, vive y ha rodado muchas de sus obras. Para explicar mejor algunos detalles, Mendonça cita o muestra fragmentos de películas suyas como “Sonidos de barrio” (2012) y “Doña Clara (Aquarius)” (2016) inspirados en los lugares y sonidos de su infancia y juventud.
El cinemascopio es un aparato para observar movimiento. Cinema Scópio es el nombre de la productora de Mendonça. El Cinemascope es el formato que combatió en Estados Unidos la hegemonía de la televisión en los años cincuenta. Muchos de los recuerdos cinéfilos de Mendonça, aunque él naciera en 1968, forman parte de esas películas en scope y sus progresivas derivaciones –VistaVision, Cinerama, Panavision, 70mm, Technirama– porque forman parte de una era y una forma de ver cine en salas grandes, bien equipadas, de plateas y anfiteatros generosos en butacas y proyecciones plateadas. Pero no hay nostalgia en lo que retrata el filme, sino una simple constatación de los flujos temporales y la importancia que esos espacios comunitarios han tenido socialmente.
No solo salas cinematográficas. Únicamente el segundo de los tres capítulos de que consta “Retratos fantasma” hace alusión directa a las salas: “Los cines del centro de Recife”. El primero, “El apartamento de Setúbal”, gira en torno al lugar en que el director del iracundo wéstern de ciencia ficción “Bacurau” (2019) vivió y rodó entre diez y trece películas en VHS o Super 8 durante veinte años. Un espacioso apartamento en Setúbal, barrio popular de Recife, que era propiedad de la madre del cineasta, Joselice, fallecida a los 54 años e investigadora sobre la historia oral del Brasil. El tiempo cambia los lugares, se nos dice, y este capítulo constata las modificaciones del apartamento como si fuera un ente vivo en el que Mendonça nos cuenta cómo llegó a filmar una presencia, un fantasma.
Precedido de imágenes de un lugar de ensueño, el Hotel Boa Viagem de Recife, frente al cual un documento de archivo muestra a la estrella de Hollywood Janet Leigh paseando con sus hijos, este primer capítulo se centra en cómo el cine captura la erosión que el tiempo ejerce en los lugares, incluido su propio hábitat natural, las salas de exhibición. En el segundo bloque, Mendonça vuelve con cierta ironía a Janet Leigh, ahora acompañada de su esposo Tony Curtis en pleno carnaval de Recife; el tercero mejor del mundo tras los de Niza y Río. Pero si el carnaval se mantiene igual de vivo, lo que se aprecia al combinar un fragmento de un documental antiguo con imágenes actuales, los cines desfallecen.
Cuando era estudiante de cine, el director filmó en vídeo durante dos años la decadencia de una sala, Arts Palácio, inaugurada en 1940. Del esplendor de antaño a un espacio auténticamente fantasmal, como “estar en un barco que se prepara para hundirse”. Con extrema habilidad, Mendonça hila la gran historia social de la sala –que, diseñada por un arquitecto judío, fue antes un proyecto de centro logístico de la productora alemana UFA en la época nazi– con el anecdotario. “Son tantas historias”, dice Mendonça. Como la de Paulo Barbosa, quien en 1985 salvó el puerto de Recife de una tragedia soltando los amarres de un buque cisterna en llamas para que se fuera mar adentro y una década después vendía en un callejón fotos y carteles de películas de Hollywood que habían quedado abandonadas en las oficinas de las grandes distribuidoras estadounidenses que un día poblaron la zona, otros espacios fantasmales. Mendonça contempla igualmente el vínculo emocional y confuso con las grandes salas de cine durante la dictadura, tomando como ejemplo una llamada Veneza, que días antes de su inauguración proyectó para altos cargos del estamento militar la película “Tora! Tora! Tora!” (Richard Fleischer, Kinji Fukasaku y Toshio Masuada, 1970).
El tercer y último capítulo, “Iglesias y espíritus santos”, habla de una mutación concreta, la de las salas cinematográficas que se han convertido en otros espacios comunitarios, los de las iglesias evangélicas. El cine y la cinefilia, formar a su manera una iglesia, un templo al que se acude en comunión. Esta mutación física no es tan extraña y empezó en Brasil a finales de los años ochenta. Las salas han mantenido sus butacas, pasillos y decoración, resucitadas como templos en un momento de cambio en la iglesia brasileña, cuando las congregaciones evangélicas ganaron a las católicas.
Si las salas mutan, el cine embalsama el tiempo. En una escena de un filme citado por Mendonça, “La secta” (André Antonio, 2015), aparece la única imagen que se conserva de una vieja escuela junto al cine Veneza, ambos convertidos hoy en centros comerciales. “La secta” acontece en una Recife del futuro. “Los filmes futuristas también son documentales”, asegura el director. Y en otro metraje ajeno, el de un filme sobre S. M. Eisenstein, un personaje comenta que las películas de ficción son los mejores documentales. ¿Pueden ser entonces los documentales las mejores películas de ficción? “Retratos fantasma” intenta corroborarlo. ∎