Roma, 1961. Un individuo, Tom Ripley, baja el cadáver de un hombre sin vida por las escaleras de una casa de pisos. Un gato le observa. Se abre una puerta y una voz femenina pregunta si hay alguien ahí. Ripley no mueve ni un músculo. La voz de la mujer se apaga y se cierra la puerta. Ripley sigue el descenso. Corte. Seis meses antes.
Es una forma como cualquier otra de empezar un filme, una serie, un cómic, una novela. No de las más originales. Vivimos tiempos en los que la anticipación no es lo que llegó a ser, algo más que una sorpresa, sino un juego con el espectador. Pero aquí funciona con precisión. Es una convención, cierto, pero los ocho episodios que conforman la serie “Ripley” (2024), creada, escrita, producida y dirigida por Steven Zaillian, reniegan o subvierten, precisamente, las convenciones.
Es una adaptación libre de “El talento de Mr. Ripley” (1955), la novela de Patricia Highsmith (1921-1995) en la que debutó el personaje. Es íntegramente en blanco y negro, un riesgo que en estos momentos solo admite y controla Netflix. La plataforma ya produjo varias películas en blanco y negro como “Mank” (2020), y el estilo fotográfico de este filme de David Fincher es similar al desarrollado por Zaillian y el director de fotografía Robert Elswit, quien, además de ser el preferido de Paul Thomas Anderson, ya filmó en blanco y negro “Buenas noches, y buena suerte” (George Clooney, 2005).
Escaleras y lienzos. Dos elementos básicos en el devenir de los acontecimientos. En busca de Dickie Greenleaf, el hijo disidente del acaudalado hombre de negocios que contrata a Ripley para que lo encuentre, el protagonista llega a Atrani, la primera parada de un viaje constante por escenarios italianos que incluye Roma, Nápoles, Palermo, San Remo y Venecia. Atrani es un pequeño pueblecito costero lleno de ese encanto que tanto gusta a los estadounidenses. Pero, sobre todo, es un lugar de largas y muy empinadas escaleras. Siempre se sube y luego, por supuesto, se baja. Y ese movimiento agotador marca el deambular del personaje, pues se repetirá episodio tras episodio en los viejos palacios de paredes desconchadas convertidos en hoteles en las ciudades que visita Ripley en su incesante juego del gato y el ratón con todo el mundo. Un juego preciso y muy bien contado. En Roma, sin ir más lejos, alquila un lujoso apartamento en un viejo palazzo en el que el ascensor acostumbra a estropearse. Hay que subir las escaleras, pero, en este caso concreto, lo peor es descender con un cadáver.
Dickie tiene un Picasso en su villa de Atrani y conoce todos los lugares de Italia en los que se encuentra un cuadro de Caravaggio. Zaillian comienza el último episodio con una reconstrucción de la huida de Caravaggio en la Roma de 1606, tras cometer asesinato, pero ese no es el detalle más revelador de la importancia del artista milanés en el devenir de los acontecimientos. Ripley visitará, en efecto, estos lugares, pero Caravaggio se convierte en metáfora e inspiración. El lienzo de David con la cabeza de Goliat en la mano, dos personajes a los que Caravaggio pintó con su propio rostro, se asemeja a las dos identidades que asume Ripley tras matar a Dickie. Después, cuando, como Ripley, se entrevista con el inspector de policía que ya lo ha conocido como Dickie, el asesino utiliza la luz de los lienzos de Caravaggio para enmascarar su identidad, para esconderse entre sombras siendo creíble y medio visible a la vez.
Ripley no tiene autoestima y es consciente de su inferioridad de clase. Busca en todo momento el reconocimiento de los demás. Por eso es tan importante el batín de Dickie que selecciona como suyo y que todo el mundo encuentra horrible. Es igual que sea un devoto de “Il cielo in una stanza” de Mina, se emocione con las imágenes de Caravaggio o disfrute del palacio veneciano de la parte final. Nunca pertenecerá al mundo al que quiere acceder.
Zaillian organiza algunos episodios en función de una sola situación. Es el caso del quinto, que reconecta con el inicio del primero y en el que se nos explica lo difícil que resulta desembarazarse de un cadáver, el de Freddie Miles, el amigo de Dickie encarnado por Eliot Sumner, el hijo no binario de Sting. Y del tercero y más logrado, una paciente secuencia en una barca en alta mar. Los obstáculos que Ripley debe vencer parecen inspirados en los del violador y asesino de “Frenesí” (1972), de Hitchcock, cuando debía recuperar un alfiler de corbata de las manos de un cadáver con rigor mortis escondido en un saco de patatas dentro de un camión. Hitchcock vuelve a aletear cuando el inspector interroga al protagonista, habla del objeto contundente con que fue golpeado Miles en la cabeza y deja la ceniza del cigarrillo precisamente en ese objeto, el grueso cenicero de cristal de Ripley, lo que nos lleva a la policía y la pierna de cordero de “Cordero para la cena”, episodio de la serie “Alfred Hitchcock presenta” (1955-1962).
Hay un guiño a otro Ripley audiovisual a través de Malkovich, quien en solo un par de apariciones conecta pasado y presente del personaje, dos en uno, siendo también un conseguidor, un superviviente estadounidense en la bella y decadente Italia de los tiempos de la dolce vita. ∎