Un hombre sentado en el porche en una mecedora. Puede que no haya una imagen norteamericana más poderosa que esta. Evoca a John Steinbeck y John Ford, a Norman Rockwell y Harper Lee, a la mansión en medio de la nada de “Días del cielo” (Terrence Malick, 1979), surgida de un lienzo de Edward Hopper y habitada por un hombre joven, rico, frágil y enamoradizo que interpretó Sam Shepard (Fort Sheridan, Illinois, 1943-Midway, Kentucky, 2017). El mismo Shepard de las historias rotas de “Crónicas de motel” (1982), un libro que creó un género, el que da título a la novela. El guionista de “Zabriskie Point” (Michelangelo Antonioni, 1970) y “Paris, Texas” (Wim Wenders, 1984). El actor de “Elegidos para la gloria” (Philip Kaufman, 1983), según la obra de Tom Wolfe. El amante de Kim Basinger en una película de Robert Altman, “Fool For Love” (1985), escrita por él mismo a partir de una de sus piezas teatrales con estética de motel americano. El batería de un grupo de rock. El cronista de la gira “Rolling Thunder Revue” (1975-1976) de Bob Dylan. La pareja de Jessica Lange en la ficción –“Frances” (Graeme Clifford, 1982)– y en la vida real durante treinta años. El amigo íntimo de Patti Smith. ¿Puede haber un autor más americano y que haya descrito mejor las tradiciones, conflictos y fracturas de su convulso país?
Un hombre sentado en el porche en una mecedora. Pura evocación americana. Una de las primeras imágenes que aparecen en “Espía de la primera persona” (“Spy Of The First Person”, 2017; Anagrama, 2023; traducción de Mauricio Bach), el libro breve, fragmentado e incluso digresivo que Shepard elaboró durante sus últimos meses de vida, afectado de una enfermedad degenerativa, la ELA. Es un libro individual, una crónica de sus últimas sensaciones, pensamientos, recuerdos y fabulaciones. Pero es también, a su manera, un libro colectivo. Lo empezó a escribir a mano porque ya no tenía fuerzas para teclear su máquina de escribir. Después grabó con su propia voz otras partes del libro cuando las manos comenzaron a fallarle, y sus familiares las transcribieron. También se le comenzó a cansar la voz y terminó dictando a sus hijos las últimas páginas. Patti Smith le ayudó en la revisión final. Cada proceso (escribir a mano, grabar en un magnetófono, dictar) confirmaba la degeneración del cuerpo y la mente. Hizo las últimas correcciones pocos días antes de fallecer, el 27 de julio de 2017. Hay un hilo débil que une conceptos y palabras, pero es ante todo un relato de sensaciones que no necesita una estructura narrativa clásica, ordenada, con un argumento visible. Cada uno de los treinta y siete breves o brevísimos capítulos son como una anotación, una idea que viene y se va y conviene retenerla en el papel o en la grabación.
A partir de puntos de vista distintos e intercambiables, pues Shepard relata en primera y tercera persona, se dirige a uno de sus hijos o incluso parece que se refleja a sí mismo en el hombre del porche. “Espía de la primera persona” concentra los temas habituales del autor. El primero de ellos, la mitología y desaparición de la frontera americana como si se tratara de la memoria que va desvaneciéndose poco a poco. Explica su vivencia ante la enfermedad de forma simple: “Él [neurocirujano] fue quien me explicó que algo no iba bien. Y yo le dije, bueno, ya sé que algo no va bien. ¿Por qué cree que estoy aquí?”. Expresa los recuerdos de aquellos tiempos en los que veía por doquier plantaciones de árboles frutales: “Hermosas plantaciones de almendros que parecían muestras de caligrafía japonesa”. Confirma sus miedos: “Alguien quiere saber algo sobre mí que ni siquiera yo mismo sé”. Y la futilidad de las cosas, los momentos, las personas: “A veces la gente aparece así, sin más, de la nada. Aparecen y desaparecen. Muy rápido. Como una fotografía que emerge de un baño químico”. Y explica cómo es la degeneración implacable del cuerpo: “Hace un año podía oír cómo caían las nueces. Podía oír cómo masticaba las nueces. Hace un año exacto podía conducir por el Great Divide. Podía conducir por la carretera de la costa. La sinuosa costa. Podía bostezar en el desierto. Hace un año exacto, más o menos, podía caminar con la cabeza erguida. Podía ver a través del aire. Podía limpiarse él mismo el culo”.
En su métrica angustiante –debido al proceso de escritura mientras avanzaba la enfermedad– pero exacta, siete conceptos son suficientes para explicar una época: “El napalm. Camboya. Nixon. La ofensiva del Tet. El Watergate. El caballo Secretariat. Muhammad Ali”. Shepard se describe a través de las experiencias propias y las conmociones de su país, y de repente dedica unos párrafos al hombre que disparó por encargo contra un caballo en plena carrera en el hipódromo, como si fuera una de las escenas de “Atraco perfecto” (Stanley Kubrick, 1956); o evoca la historia de sus abuelos; o relata el asesinato de Pancho Villa en un capítulo para, en el siguiente, negarse a sí mismo: “Para mí la historia de Pancho Villa es privada y pertenece al mundo de las fábulas”. Texas, Durango, California, Alcatraz, el Desierto Pintado en Arizona, Nueva York, el río Colorado, un embarcadero que da al Pacífico, un chevy blanco, una serpiente cascabel de Mojave, una manta de los indios navajo en la mecedora en el porche, también el 11-S… Un paisaje americano, una vida que se fue y de la que en estas páginas se exhiben sus últimos y lúcidos retazos. ∎