“Scott Pilgrim da el salto” (2023) es a la franquicia de autor “Scott Pilgrim” lo que “Twin Peaks. El regreso” (David Lynch, 2017) fue a la serie original de “Twin Peaks” (David Lynch, 1990-1991) o la incomprendida “Matrix Resurrections” (Lana Wachowski, 2021) a la saga “Matrix” (Hermanas Wachowski, 1999-2003): un oasis en el desierto de ideas en que se han convertido las propiedades intelectuales en nuestra década. La nueva adaptación de la obra del canadiense Bryan Lee O’Malley –¿o deberíamos decir secuela?– es un artefacto experimental y metanarrativo que funciona a la vez como expansión, como refutación, como indagación y como enmienda al material original, que se actualiza, se comenta y, por qué no, también se reivindica como algo que siempre fue más complejo que lo que algunos discursos quisieron hacer de ello. Dicho de otro modo: la serie, recién estrenada en Netflix, es una inesperada maravilla muy, pero que muy estimulante, que falta –felizmente– a su palabra, pues lo que prometía ser una versión más de lo mismo ha resultado ser, en su lugar, una historia casi completamente nueva.
Así que, si lo que esperabas era una mera adaptación animada del tebeo, disfrutable solo desde el prisma del revisionismo nostálgico, me complace confirmar que te equivocabas: ¡la serie es una auténtica gozada! Los primeros tráilers y el sello de calidad de Science Saru –estudio fundado en 2013 por Masaaki Yuasa y Eunyoung Choi– ya adelantaban la calidad del anime, que visualmente es precioso y conjuga a la perfección el estilo propio del dibujo de O’Malley con la expresividad y los recursos para la acción de la animación japonesa. Pero el guion, escrito por O’Malley junto al estadounidense BenDavid Grabinski, también rebosa ingenio y soluciones creativas: es un gran recordatorio de que, cuando la autoría existe e insiste (consciente de su nuevo lugar en el mundo, pero sin olvidar lo que la obra quería contar en primer lugar), volver sobre el pasado y confrontarlo puede ser el ejercicio narrativo más fértil y estimulante de todos.
Aviso de spoilers muy moderados: el anime comienza igual que la primera entrega del cómic y que la célebre película de Edgar Wright, “Scott Pilgrim contra el mundo” (2010), presentándonos al atontado Scott (Michael Cera) y su creciente obsesión con Ramona Flowers (Mary Elizabeth Winstead) en un universo que obedece las lógicas del videojuego, y en el que deberá enfrentarse y derrotar a “la Liga de los siete ex malvados” de la chica si quiere salir con ella. Pero el final del primer capítulo da un giro imprevisto y sitúa la serie en un rumbo distinto al de sus predecesoras, desplazando el protagonismo más allá de Scott y confiriéndoselo al rico elenco de personajes secundarios, menos desarrollados en la historia original pero indiscutibles favoritos de la audiencia y a los que, para delicia nuestra, vuelven a doblar los actores de la película (que en los trece años que han pasado desde su estreno se han convertido en superestrellas: Kieran Culkin, Aubrey Plaza, Chris Evans y Jason Schwartzman entre otros).
Para entender este giro en la perspectiva y sus motivaciones debemos hablar de la evolución de la conversación social alrededor de la serie. En concreto, del consenso aparente acerca de que Scott y Ramona representan, básicamente, la encarnación perfecta de dos estereotipos tóxicos de las narrativas románticas de su época: el nice guy y la manic pixie dream girl. Claro que el tebeo nunca fue exactamente eso y, para alivio nuestro, la serie no claudica fácilmente ante esta idea que, como todo en internet, tenía a la vez algo de cierto y algo de difamatorio. El trabajo de O’Malley siempre funcionó bajo la conciencia de que la pasividad de Scott era en el fondo un rasgo de villanía, con los tebeos concentrando paulatinamente su atención en el desarrollo psicológico de Ramona, la turbulencia emocional de su adolescencia y la sucesión de errores sentimentales normales que injustamente habían engendrado ese ejército de ex resentidos. Era una sátira amable que, como sucede con tantas, terminó alimentando y encarnando –adaptación cinematográfica y nuevas masculinidades mediante– aquello que siempre quiso señalar como rasgo de inmadurez.
El gran acierto del anime es que, a diferencia de otras actualizaciones feministas manufacturadas para una era pos #MeToo –desde “Ocean’s 8” (Gary Ross, 2018) hasta “Barbie” (Greta Gerwig, 2023)–, no se limita simplemente a reemplazar una superficialidad por otra: huye del genderbend, de los eslóganes y del servicio a los fans mal entendido. Sí, pone en primera plana a nuestros personajes favoritos y Ramona se reafirma en su protagonismo, pero se trata de un cambio complejo de perspectiva que le permite desarrollar mejor a todos los implicados (incluido Scott) y desplegar todos los significados que se encontraban latentes en la obra original. Esos que el tiempo, la fetichización y nuestros propios mecanismos sociales de interacción con la cultura habían aplanado y convertido en algo simple y obsoleto.
Scott Pilgrim nació en 2004 como una serie de cómics modesta, afable y divertida, que imitaba las formas del manga porque su autor no podía permitirse publicar en color. Alcanzó un grado altísimo de iconicidad porque logró construir un universo estético muy diferenciado y apelar con gran tino a la identidad que compartimos todos los que aterrizamos precozmente en este mundo –ya absolutamente mainstream– definido por el consumo excesivo de cultura pop y el desarrollo emocional interrumpido. “Scott Pilgrim da el salto” nace seis volúmenes (ahora coloreados), una película y un videojuego (ahora reeditado) más tarde, y encaja perfectamente en el tapiz de esta franquicia perpetuamente en construcción: trae de vuelta lo mejor de sí misma –el elenco, los personajes, los gags y todo su espíritu original– y aprovecha los recursos y la sofisticación del nuevo medio para seguir creciendo. Es la mejor entrega, la mejor adaptación, la mejor secuela y la mejor versión. No se puede pedir más. ∎