El cadáver de un hombre con el rostro desfigurado es descubierto de madrugada en una estación de Tokio. El avezado inspector Eitaro Imanishi, con la ayuda intermitente del joven y resuelto investigador Hiroshi Yoshimura –ambos han trabajo juntos en el pasado–, se enfrenta a un caso que se antoja irresoluble. Con el paso de las semanas, la policía pierde interés hasta convertirlo en un simple expediente. Ni tan siquiera la prensa se preocupa. Las distintas tramas suceden en el Japón de los años sesenta.
Seicho Matsumoto (1909-1992), un grande de la novela negra, se sirve de microcosmos tanto físicos como emocionales para realizar una radiografía de una sociedad que está en transformación. O eso parece. “El castillo de arena” (“Suna no utsuwa”, 1961; Libros del Asteroide, 2023; traducción de Marina Bornas Montaña) es una espléndida obra. Las caracterizaciones, la lógica expositiva y el dominio de los diálogos son cualidades que adornan la obra del escritor nipón, traducida habitualmente en imágenes (en 1974 Yoshitaro Nomura realizó, con notable éxito, una película del libro que nos ocupa en cuyo guion participó Matsumoto).
En la labor de investigación de los dos policías no hay atisbo de egoísmo, ni de sed de justicia. No trabajan desde la venganza, operan desde el noble ideal del servidor público. A pesar de alguna sutil advertencia, no es su misión proteger a los privilegiados del sistema, como puede ser un acaudalado ministro, padre de una brillante y joven escultora, Sachiko Tadokoro, prometida con otro joven talento, el compositor de música electrónica Eiryo Waga, que se ha forjado una biografía a medida, borrando todo rastro de su origen humilde –circunstancia que será determinante en el desarrollo de la trama principal– y sus penurias familiares. Durante su infancia, Waga tuvo una vida errante, pero con los años descubrió que tenía talento para la música. Matsumoto no duda en vincularlo con los bombardeos que asolaron grandes áreas del país en 1945. Un mundo destruido no es el mejor escenario para un huérfano. En cierta medida, el músico era hijo de ese trauma.
Además, el narrador japonés atiende a otros hechos que conectan las investigaciones de Imanishi con el carácter humanista y conciliador del Japón rural, a la vez que cincela la perseverancia del personaje principal. El escritor escapa de las especulaciones aunque, en cierto modo, juega con ellas. La narrativa de los hechos desconcierta al policía. En ese aspecto, Yoshiko interpreta un papel determinante para que Eitaro, su esposo, no se diluya emocional y profesionalmente. Es la imagen jerarquizada que se tiene de Japón, al menos el de seis décadas atrás, en que hombres y mujeres viven en universos paralelos que convergen en una sociedad patriarcal. Ella observa la congoja de su marido desde los cuatro tatamis del hogar que comparten. Sin embargo, durante sus paseos y en sus conversaciones, él atiende las reflexiones de su compañera.
La narrativa traslada a Eitaro Imanishi de la ficción –la especulación mencionada– a la no ficción, la realidad pura y dura. Cuando la segunda se impone a la primera, el autor y el personaje crecen de forma exponencial ante el asombro del lector. Matsumoto no saca conejos de la chistera, solo resta capas de fábula a una realidad que se va desnudando ante los ojos del inspector. Esa sustantividad también es un cadáver duro de pelar. De la escena del crimen se infiere que los hechos no fueron tan fortuitos y las consecuencias que se desprenden tampoco.
El escritor tiene en alta estima la constancia, característica intrínseca en aquellos que creen que la vida se edifica haciendo las cosas mejor, más duraderas y estables. Los tenaces no hacen una gestión errónea de las energías. En la oscuridad de “El castillo de arena” prevalece una sirena ciega pero luminosa, ruidosa pero atenta, que guía a los intrépidos. Y, entre ellos, destacan la sagaz palabra de Seicho Matsumoto y la natural sobriedad que imprime a sus personajes en este thriller de altura. Una de sus mejores novelas. ∎