Nunca he renegado de Lena Dunham, así que estaba deseando decir “os lo dije”. Aunque al final no ha sido tan satisfactorio como yo lo imaginaba, porque el mundo está fingiendo colectivamente que no la dejó caer: que, sucumbiendo al miedo de rendirse cuentas a uno mismo (ah, ¡mirarse al espejo con honestidad!, ¡ver, sin autoengaño, tus peores partes!), el atrevimiento que en su día encumbró a “Girls” (2012-2017) fue menos duramente castigado de lo que realmente fue. Sin embargo, celebro que la joven que una vez fuese “la voz de su generación” (y no lo fue de coña, sino en serio) haya sabido guardarse su retorno para el mejor momento posible.
Cumplido el décimo aniversario de la serie, y con la comodidad que el filtro nostálgico confiere a los espectadores de hoy, parece que hemos redescubierto la genialidad de Dunham. Que su capacidad de dibujar personajes a la par arquetípicos y complejos, caricaturas a la altura de lo humano –su comedia es tan heredera de Jane Austen como de Judd Apatow o James L. Brooks–, no se ha visto mejorada por nadie en la última década. Que en su espejo deformado había más verdad de la que nosotros pensábamos, y daríamos lo que fuera por volver a aquellos años en los que pensábamos que ni la cultura, ni internet, ni el liderazgo iban a traicionarnos tanto. Había series de autor y el feminismo generalista empezaba a abrirse camino. Iban a premiarnos por ser nosotros mismos.
“Sin medida” (2025) es, ante todo, una historia de sanación. La Lena Dunham que solo sabía imaginar relaciones tóxicas y narcisismos más grandes que uno mismo, nos enseña cómo se construye una relación real, y adulta, desde la misma herida. También es autoficción: una puesta al día del modo en el que terminaron aquellos días (su historia de desamor con Jack Antonoff, que la abandona justo en el momento de su cancelación masiva y en plena erupción de sus problemas de salud y empieza a salir con la modelo Carlotta Kohl para acabar casándose, en 2023, con la actriz Margaret Qualley). Es una carta de amor a su marido, el músico y cocreador de “Sin medida”, Luis Felber, que la recogió cuando estaba en pedazos. Pero es, sobre todo, una oda a tocar fondo y resurgir siendo más fuerte: a trascender la vergüenza, la competitividad y el ego, a abrazarse a una misma (aunque todos piensen que eres, traduciendo el título en inglés de forma literal, “demasiado”) y a encontrar refugio en quienes no quieren cambiarte para apuntalar su imagen (el exficcionado de la protagonista critica su actitud, su forma de vestir, incluso a su mascota), sino en quienes te ayudan a dejar atrás las partes de ti misma que te dañan. Quienes te quieren como eres porque “no eres demasiado, eres la cantidad perfecta y luego un poquito más”.
Este abrazo de la Dunham del presente a la Dunham del pasado es emocionante y literal: la directora se introduce como actriz interpretando a la hermana mayor de la protagonista, una de las mujeres (junto con Rita Wilson y Rhea Perlman) que tejen el matriarcado judío que, desde cierta neurosis y herencia traumática, constituye una red funcional de cuidados alrededor de la protagonista. La hermana mayor, deprimida y en pijama durante la mayor parte de la serie, es igual de vulnerable a los vaivenes de la vida que su hermana pequeña. Pero en el modo en que la abraza y la consuela, se cuela la voz de la Dunham del mundo real, que le recuerda desde el futuro que ese dolor pasará.
La actriz Megan Stalter –conocida por su papel en “Hacks” (Lucia Aniello, Paul W. Downs y Jen Statsky, 2021-)– es la elegida para interpretar a la protagonista, Jessica, y le pesa la comparación inevitable con la joven Lena Dunham en “Girls”. No puedo evitar sentir algo de nostalgia en este desplazamiento, echar de menos la imperfección de Hannah Horvath, mucho más pulida en esta nueva apuesta autoficcional. Creo que aquí también hay un aprendizaje: no es necesaria la desnudez excesiva, la vulnerabilidad radical, para transmitir verdad, aunque confieso que a veces la echo de menos. También hay algo apresurado en el formato consumible del original de Netflix: diez capítulos perfectamente empaquetados que resuelven demasiado pronto lo que podía haber macerado más lentamente, con más secuencias de humor excesivo (es decir, hecho de excesos) y mayor exploración del conflicto romántico y su posterior resolución.
Pero la serie es deliciosa, y me hace muy feliz decirlo: Lena Dunham aún “lo tiene”. Escribe diálogos como nadie, sabe mirar dentro y mirar fuera, y ha aprendido las lecciones (de amor propio, de empatía hacia lo ajeno) que acompañan a la edad adulta. Además, sigue siendo divertidísima. Los guiños a la joven neoyorquina que fue y a su obra maestra, “Girls”, aparecen para nuestro alborozo pero no desbordan ni distraen de lo que la autora más madura, afincada en Londres, está intentando hacer ahora. Explota los mecanismos ficcionales, pero también nos da lo que queremos: mucho cotilleo y muchas preguntas (¿cuánto tiene esto de cierto?, ¿de verdad hizo esa persona eso?) que no va a respondernos. Y hay muchos cameos: Emily Ratajkowski, Adele Exarchopoulos, Adwoa Aboah o Naomi Watts le sirven para explorar algunos de los diferentes sabores de amistad y de rivalidad femeninas que todos conocemos. Stephen Fry o Andrew Scott –el cura sexi de “Fleabag” (Phoebe Waller-Bridge, 2016-2019)– la ponen en diálogo con la tradición televisiva británica, de la que se ha convertido en hija adoptiva. Y su héroe romántico a la inglesa se supera: Will Sharpe ha conquistado a todo el mundo.
En resumen: si, como a mí, te apetece ver a una Lena Dunham feliz, con una relación más sana con el público y la mirada ajena, una creadora madura que se ha encontrado a sí misma y sabe quererse y que la quieran, estás de enhorabuena. Si como yo recuerdas cuando las serpientes de la prensa intentaron pervertir incluso su tendencia a adoptar perritos ancianos, con enfermedades crónicas, como si fuese algo más que el deseo de darles cariño y compañía hasta el final de sus días, te encantará el personaje de Astrid. Interpretada por una perrita que se llama Mia, es la nueva gran estrella canina. ∎