Si te metes con Leonard Cohen, más te vale estar a la altura. Y “So Long, Marianne” (2024; Movistar Plus+, 2025), creada por Ingeborg Klyve y Tony Wood y dirigida por Øystein Karlsen (también creador) y Bronwen Hughes, y con guion de (nada más y nada menos) Jo Nesbø en dos de los episodios, no lo está. No es que falle en algo concreto, es que falla en casi todo. En sus ocho capítulos, pretende contarnos la historia de amor entre Cohen –Alex Wolff, que sigue pareciendo más un adolescente con insomnio que un poeta maldito– y Marianne Ihlen –Thea Sofie Loch Næss, mucho mejor en “La Palma” (Martin Sundland, Lars Gudmestad y Harald Rosenløw Eeg, 2024)–, pero en su lugar nos entrega un cuento naíf torpe y exagerado, como si el espíritu de un telefilme barato de domingo por la tarde hubiese poseído la producción. Desde los primeros compases, la serie se pierde en su propio espejismo, embelesada con la idea de la bohemia sesentera, pero incapaz de capturar su esencia. La isla griega de Hidra, que en los años sesenta era un hervidero de escritores, artistas y vividores, se convierte aquí en un decorado de cartón piedra. La bohemia se nos presenta como una versión diluida de “The White Lotus” (Mike White, 2021-) sin su mala leche, con escritores que parecen modelos de catálogo y heroinómanas de postal que bailan como si estuvieran en un videoclip de Lana Del Rey. Gente bebiendo vino, diciendo cosas profundas sin serlo y revolcándose en playas idílicas sin que nada de eso nos importe lo más mínimo. Si Ginsberg levantase la cabeza, pediría un whisky doble para poder sobrellevarlo.
Lo de la representación femenina, en fin. Una calamidad. En una época en la que las musas eran más bien figuras decorativas, “So Long, Marianne” decide abrazar ese tópico con un entusiasmo desconcertante. Marianne, que en la vida real tuvo un papel fundamental en la obra y el ánimo de Cohen, aquí parece tener la profundidad psicológica de una flor silvestre: bonita de ver, pero sin raíces. Su arco es tan plano que la única curva la pone su propio destino trágico. Y, para colmo, la película refuerza sin disimulo el tópico de la madre cuidadora: aunque ya tenía un hijo, Marianne acaba prácticamente adoptando a Cohen, evitando que haga una de las suyas dada su frágil naturaleza. Como si, más que su musa, hubiese sido su madre sustituta. Y lo de Cohen tampoco se queda atrás. ¿Era en realidad un poeta atormentado o un niño bien con ínfulas de místico que no quería tener hijos con Marianne porque no era judía? Aquí se inclinan por la segunda opción, con un retrato que le deja más cerca de un cantautor de cafetería pija que del tipo que escribió “Suzanne”. Y luego está la ejecución: encorsetada, repetitiva, con un metraje que se estira como si en lugar de contar una historia estuviesen rellenando horas de emisión. Los diálogos parecen escritos con una guía de frases inspiradoras sacadas de Pinterest y las referencias al folclore griego, que tuvo un papel esencial en la música de Cohen, brillan por su ausencia. Por no hablar de los decorados: un despliegue de escenarios mal trabajados que hacen que te preguntes si la isla de Hidra ha sido reconstruida en el sótano de algún estudio barato.
Lo mejor: las actuaciones de Wolff y Loch Næss, que hacen lo que pueden con lo que tienen. Lo peor: todo lo demás.
“So Long, Marianne” quiere ser un poema, pero acaba siendo una postal barata con una cita de Paulo Coelho en el reverso. Una serie que no está a la altura de su historia ni de sus protagonistas. Lo mejor que puede decirse de ella es que, como diría Cohen, “it is time that we began to laugh and cry and cry and laugh about it all again”. Pero aquí, más que risa o llanto, lo único que da es pereza. ∎