En “Bruja Escarlata y Visión” (Jac Schaeffer, 2021), el personaje de Wanda Maximoff fabricaba un mundo a su medida en el que la vida en pareja y la formación de una familia feliz todavía eran posibles. Utilizando sus poderes telequinéticos daba rienda suelta a su deseo necrófilo y resucitaba al fallecido Visión para instalarse en la pequeña ciudad de Westview, reformada convenientemente a partir del imaginario procedente de las llamadas sitcom suburbs que la Bruja Escarlata veía en su infancia y que suponían la materialización urbanística del american way of life.
El germen narrativo de “Sugar” (2024-) no se aleja tanto como pueda parecer de esa concepción nostálgica situada en la base de “Bruja Escarlata y Visión” –la primera serie integrada en el Marvel Cinematic Universe, erigida como un sentido homenaje al medio en el que prosigue parte de su inacabable despliegue– por más que su construcción como relato difiera ostensiblemente del de la serie de Schaeffer. Si allí la sorpresa de la audiencia venía provocada por un desplazamiento correctivo que iba de la comedia de situación a la épica superheroica, aquí el movimiento es a la inversa, viajamos del noir hipercodificado a la ciencia ficción alienígena. Es decir, mientras que en “Bruja Escarlata y Visión” se subsanaba el fallo de lectura que suponían dos episodios iniciales que no se correspondían con el universo con el que los espectadores estaban familiarizados, en “Sugar” se trata de desestabilizar al público cambiándole las reglas de un género que conoce y al que la trama se pega casi hasta al final.
Condicionado su desarrollo por el que quizá sea el plot twist más llamativo de los últimos años –hablamos de un punto de giro situado en el capítulo sexto, antesala del clímax de una serie medida con el pie de rey de los manuales clásicos de guion–, nos vemos obligados a reinterpretar todo el metraje anterior en clave de ciencia ficción, al igual que “Múltiple” (M. Night Shyamalan, 2016) modificaba, en su última secuencia, el genoma terrorífico de su planteamiento para insertarse en la tradición superheroica acuñada por Shyamalan en “El protegido” (2000).
Con todas las cartas sobre la mesa, debemos atender a la construcción de un personaje como el de John Sugar (inmenso Colin Farrell), un extraterrestre cuya misión no es otra que observar, aprender y preservar un estilo de vida pacífico, de ahí que su labor consista en reparar actos violentos. Por cierto, su identidad real se deja entrever en la secuencia de créditos inicial que juega con la animación para disimular la imposibilidad de que un ser humano derrame una mirada azul sobre el mundo. El último plano genérico es, revelado el misterio, muy significativo.
Si Wanda Maximoff elegía como modelo prototípico de un mundo ideal el impoluto decorado de una sitcom, John Sugar, en función de la tarea que le ha sido encomendada, estudia con erudita compulsión las respectivas encarnaciones cinematográficas de los (anti)héroes creados por Raymond Chandler, Dashiell Hammet, James M. Cain o Ross McDonald. De ahí, por un lado, su cinefilia, expuesta en los primeros compases del piloto; pero también su conducta lacónica, su tonalidad monocorde, su tolerancia al alcohol o su desmesurada fuerza, rasgos que pueden reconocerse en tipos como Philip Marlowe o Sam Spade y que aquí aparecen ligeramente modificados (el políglota Sugar en no pocas ocasiones se comporta como un marciano).
En ese sentido, el creador de la serie, Mark Protosevich, comparte ADN simbólico con su protagonista, pues estamos ante alguien que, desde el presente, observa con ternura e imita con precisión un glorioso pasado cinematográfico que le queda tan lejano como a John Sugar su planeta.
Esa doble operación de distanciamiento –física y simbólica– nos permite, a lo largo de ocho episodios, disfrutar de un filme noir convenientemente serializado en el que un detective privado investiga la misteriosa desaparición de la nieta de un viejo y afamado productor de Hollywood.
El hecho de que Protosevich juegue muy conscientemente con materiales ajenos no le impide elaborar un relato de corte clásico más que satisfactorio, plagado de múltiples guiños. El mogul encarnado por James Cromwell se nutre tanto del espíritu corrompido del John Huston de “Chinatown” (Roman Polanski, 1974) –aquí también planea la sombra del sexo intrafamiliar– como de su papel en “L.A. Confidential” (Curtis Hanson, 1997) –el descarnado noir hollywoodiense escrito por James Ellroy resuena con fuerza en no pocos pasajes–.
Que Ruby (Kirby), su (falsa) secretaria, le regale la pistola que utilizó Glenn Ford en “Los sobornados” (Fritz Lang, 1953) o que el editor Fernando Stutz –colaborador habitual de Fernando Meirelles, director de cinco episodios y responsable del estilizado look de la serie– suture las transiciones incorporando fotogramas de clásicos del género –o de películas que impactan directamente con lo que acontece en la historia, como sucede con “Así habla el amor” (John Cassavetes, 1971) en el segundo capítulo– no es solo un guiño para connaisseurs, sino la plasmación del imaginario con el que Sugar ha construido su idea de la Tierra y de la labor que debe desempeñar en ella.
Estamos, además, ante un detective paradójicamente humanista (“este lugar nos está cambiando”) que transforma mínimamente el arquetipo del investigador cínico cuyo código de honor se basa únicamente en un muy particular sentido de la justicia, añadiéndole una vocación asistencial que emana de su preocupación por el prójimo, algo que se observa en cómo trata a Melanie Mackintosh (Amy Ryan) o al perro que hereda inopinadamente.
Sugar trata de adaptarse –estudiando la historia (fílmica) del entorno en el que le ha tocado vivir– a un lugar al que no pertenece, como aquel Marlowe encarnado por Elliott Gould entresacado de una novela firmada en 1953 y depositado, sin previo aviso, en el Los Ángeles de veinte años después por un inspirado Robert Altman en “Un largo adiós”. Hablamos de un buen alien en un mundo despiadado, alguien tan fuera de sitio como una serie que empieza siendo una reformulación de “Historia de un detective” (Edward Dmytryk, 1944) para terminar siendo la versión humanista (y menos desesperanzadora) de “El hombre que cayó a la tierra” (Nicolas Roeg, 1976). Una rareza consecuente. ∎