Libro

Tatiana Țîbuleac

El jardín de vidrioImpedimenta, 2021

No fue poca la conmoción generada por “El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes” (2017; Impedimenta, 2019), novela de debut a través de la que Tatiana Țîbuleac (Chisináu, 1978) se estrenó por todo lo alto. Imponente muestrario de virtudes amplificadas en un regreso que, junto a Mariana Enriquez, la confirma como una de las voces más importantes de la narrativa actual.

Pero ¿dónde radica el rasgo diferenciador de Țîbuleac? Desde luego, si por algo destaca la narrativa de la autora moldava es por la sutileza con la que enmascara los sentimientos más desgarradores. Falsa ironía que enfatiza la ingenuidad ante el horror evocado; en este caso, por medio de las vivencias de la niña Lastochka: los ojos a través de los que Țîbuleac retrata una historia de orfanatos y esclavismo infantil que bien podría ser el guion en versión soviética de “Paracuellos”, cumbre de la podredumbre moral, escrita y dibujada por Carlos Giménez.

En “El jardín de vidrio” (Grădina de sticlă”, 2018; Impedimenta, 2021) la acción se desarrolla a lo largo de ciento sesenta y siete cuadros narrativos. Terrible diario emocional, estructurado como la carta imaginaria escrita por una niña a unos padres que, únicamente, viven en su cabeza. Crudeza al cubo, por medio del cual aflora la exuberante prosa de Țîbuleac, acto de amor y exorcismo, al mismo tiempo, del que afloran trescientas cincuenta y cuatro páginas insufladas de belleza en estado puro. Contrastes con la dura realidad descrita, detallada desde el gran angular desarrollado en todo momento, gracias a las indudables capacidades descriptivas mostradas por tan ágil alquimista de la metáfora.

Deudora confesa de la alta literatura rusa de los Tolstói o Dostoyevski, los capítulos aquí reunidos destilan un poderoso acto existencialista, para el que las llagas del dolor es el pegamento que funde el carrusel de recuerdos, cicatrizados a base de un instinto mayor de supervivencia. Bálsamo para una infancia destrozada, de la cual la autora recoge los pedacitos y los une en un mural sin par de seres atados a su destino, incluso, antes de nacer. Y arroja sus existencias hasta el fondo de una pecera empantanada por los destrozos sociales y morales que conllevó el comunismo soviético. Demoledora y aterradoramente hermosa. ∎

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