Tras la Segunda Guerra Mundial, un referente de la arquitectura moderna como fue el franco-suizo Le Corbusier ideó un sistema de medidas aplicable tanto al diseño urbanístico como al arquitectónico que tomaba las proporciones del cuerpo humano como base. Su lógica podría haber sido la siguiente: tras la debacle deshumanizadora que acababa de acontecer, era necesario diseñar espacios y edificios hermosos a la par que funcionales, que estuvieran construidos a la medida del ser humano. En “The Brutalist” (2024; se estrena hoy), una película profundamente conmovedora y una de las grandes obras del cine norteamericano de las últimas dos décadas, Brady Corbet y su guionista y colaboradora habitual, la también cineasta Mona Fastvold, parecen haber tenido a Le Corbusier en mente al preguntarse: ¿cómo hacer una película épica (dura más de tres horas), con un formato monumental (está rodada en analógico y VistaVision, un formato panorámico en desuso desde los sesenta) y de ambición temática evidente (aborda las secuelas físicas y psicológicas de la guerra, pero también el conflicto de clases y la memoria del Holocausto) sin perder nunca la escala humana, sin dejar de tener al ser humano en el centro?
El milagro de “The Brutalist”, lo que hace de ella una experiencia que provoca una suerte de conmoción estética a la par que ética durante su visionado, es que la belleza de sus imágenes, su grandiosidad y la ambición de su discurso se sustentan sobre los frágiles hombros de un marginado, de un refugiado, de un emigrante que lo ha perdido todo. El ser humano en el centro de la película es László Tóth, arquitecto prodigioso, artista avanzado a su tiempo que llega con el desamparo y la desesperación de un náufrago –o de un superviviente– a la Norteamérica extraña, hostil y gris de posguerra. Adrien Brody, en el papel de su vida, construye a László como un melancólico y distanciado observador del mundo que lo rodea, un extranjero de sí mismo a caballo entre dos mundos: el de su nuevo hogar y el de su vieja vida, situada en un espectral fuera de campo y solo presente a través de las lacónicas cartas que le envía su esposa, Erzsébet (Felicity Jones), desde una Europa en ruinas.
La odisea de László y su relación compleja, repleta de aristas, con Harrison Van Buren (Guy Pearce, amenazante y carismático a partes iguales), el rico industrial que se convierte en su mecenas y le encarga una ambiciosa obra arquitectónica en un pueblo perdido de Pensilvania, está narrada en dos tiempos, o en dos mitades separadas por un breve interludio. La primera parte, extraordinaria, asienta las bases del conflicto entre Tóth y Van Buren de forma sutil, convirtiendo un desacuerdo íntimo, entre contrarios, en una alegoría acerca de la lucha de clases, la voracidad capitalista, la xenofobia y el odio al otro sobre la que se construyó Norteamérica. Se ha hablado mucho de la conexión temática entre “El manantial” (1949), el filme de King Vidor que adaptaba la novela de Ayn Rand, y “The Brutalist”, pero, aunque coinciden en su descripción de un artista capaz de todo por defender su visión única, avanzada a su época, el discurso político detrás de ambos textos es bien distinto. Mientras que la novela de Rand en la que se basaba el filme de Vidor ejemplifica a la perfección la defensa de un individualismo de raíces netamente capitalistas, se intuye en el protagonista de “The Brutalist” la conciencia de una otredad –por cuestiones de clase, pero también por su religión y sus orígenes– que provoca su cercanía con otras personas relegadas a los márgenes a causa de un sistema social excluyente y violentamente estratificado, como Gordon (Isaach de Bankolé, habitual en el cine de Jim Jarmusch), el trabajador afroamericano y padre viudo con el que László compartirá aflicciones y adicciones.
Los referentes del filme, más que evidentes, tanto a nivel de ambición temática como formal y de escala, se encuentran, pues, en otro lado. En la obra crítica de cineastas del Nuevo Hollywood, en especial las dos primeras partes de la saga “El padrino” (Francis Ford Coppola, 1972 y 1974) y “La puerta del cielo” (Michael Cimino, 1980). La extraordinaria secuencia de apertura, que combina intrepidez estilística, inventiva visual y sonora y profundidad narrativa es buena prueba de ello: una cámara nerviosa sigue a unos personajes que se mueven rápidamente por la oscuridad de lo que parece la bodega de un gran barco. Sus gritos de excitación –luego veremos que se trata de László y del resto de emigrantes con los que ha compartido la travesía desde Europa– se superponen sobre la voz en off de una mujer que lee, en húngaro, el contenido de una carta en la que explica su difícil situación en la Europa de posguerra. La confusa escena, subrayada por la cacofonía de la banda sonora y apoyada por la absorbente composición musical de Daniel Blumberg (¿se acuerdan de Yuck?), es el preludio perfecto del plano siguiente, una impactante imagen que se proyectará, ominosa, como un presagio funesto, sobre toda la película: la de una Estatua de la Libertad invertida, boca abajo. Esta es, pues, desde su propio inicio, una nueva historia sobre cómo el llamado Sueño Americano puede tornarse en pesadilla, un territorio explorado abundantemente no solo por los autores del Nuevo Hollywood, sino por sus herederos naturales, cineastas estadounidenses contemporáneos como Paul Thomas Anderson –en “Pozos de ambición” (2007) pero también en “The Master” (2012)– o James Gray en “El sueño de Ellis” (2013). El viacrucis que vive László a lo largo de la película, su lucha extenuante por defender su visión artística ante injerencias económicas externas, así como el terrible castigo que recibe por ello, tiene además una lectura autobiográfica evidente: la del cineasta-artista independiente –en este caso Corbet– en combate a brazo partido ante un establishment cinematográfico compuesto de violentos y corruptos magnates. Un tropo narrativo que, de nuevo, dialoga con la obra –y las vidas– de la mítica generación de cineastas de los setenta, así como con sus sucesores.
Podríamos achacar a esta película hermosa, tan ambiciosa como generosa, tan monumental como delicada con su personaje principal –parte del mérito es, evidentemente, el meticuloso trabajo de Brody, capaz de construir a László a partir de pequeños gestos, como el modo que tiene de fumar, o de apagar la llama de su mechero–, un cierto desequilibrio. Cuando tienes una primera parte que podría hablar de tú a tú con “El padrino”, ¿cómo mantener el nivel en la segunda? Pese a ello, la generosidad del filme no tiene límites, y aunque su segunda mitad abandona el terreno de la sugerencia y la sutileza para adentrarse en una problemática y, para algunos, cuestionable explicitud de la violencia ejercida contra el otro, “The Brutalist” aún nos depara algunas secuencias –la trascendental y hermosísima visita a las canteras de Carrara en Italia– que parecen remitir a una época pretérita del cine, una en la que los cineastas confiaban ciegamente en el poder inequívoco de la imagen desnuda.
Si los edificios pertenecientes al movimiento brutalista surgido en posguerra se caracterizaron por unas formas monumentales a la vez que minimalistas que evidenciaban los materiales sencillos –cemento, acero– que componían su estructura, “The Brutalist” es, del mismo modo, una obra fílmica insólita, a contracorriente, que parece prescindir de toda ornamentación superflua para trabajar con lo esencial, con la materia básica de lo que una vez entendimos por cine: el espacio, la luz, el tiempo, los cuerpos, los rostros, las formas y, sí, también el celuloide. ∎