Serie

The Studio

Seth Rogen, Evan Goldberg, Peter Huyck, Alex Gregory & Frida Perez (T1, Apple TV+)
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En su serie sobre el mundo de los estudios de Hollywood, Seth Rogen y Evan Goldberg (más la ayuda en guiones de Peter Huyck, Alex Gregory y Frida Perez) comparten su experiencia personal y vivencial a través de las decisiones estilísticas: está rodada casi siempre con planos secuencia, utilizando una única cámara de cine y una misma focal, muy próxima a los actores –en particular al nuevo jefe del estudio Continental interpretado por Rogen, Matt Remick– en movimientos de seguimiento que transmiten el ritmo acelerado y precipitado con que se toman las decisiones, y en los que irrumpe lo azaroso.

De forma paradójica, se busca expresar el frenesí y la imprevisibilidad –que desemboca en el absurdo– mediante tomas que requieren gran cálculo y una cuidadosa preparación coreográfica. Gran parte del trabajo del slapstick, después de todo, consistía en borrar el esfuerzo para que las acciones cómicas parecieran espontáneas, ligeras, reacciones vivas.

“The Studio” (2025-) no logra alcanzar aquella ligereza, y en su forma de secuela de “El juego de Hollywood” (Robert Altman, 1992), se percibe a veces forzada en su autoconciencia y en su continua citación. Ironiza sobre el uso del plano secuencia, que se ha convertido en un efecto estilístico o una marca de distinción tanto en el cine como, aún más, en las series televisivas. No es casual que entre los planos considerados memorables en televisión haya tantos que sean virtuosos planos secuencia: la planificación televisiva predominante, basada en el diálogo –con el clásico pimpón de planos y contraplanos, y un montaje que prioriza la frase sobre el tiempo en el rostro o la mirada–, diluye el valor estético y la memoria del plano. De ahí surge una voluntad de recuperarlo a través de formas en que se exhiba de manera más visible y ostentosa.

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Con todo, la propuesta de Rogen y Goldberg –quienes dirigen los diez capítulos– es coherente, ya que propone una inmersión del espectador en un punto de vista interno y rítmico, mostrando Hollywood desde lo cotidiano y banal, no desde lo estelar: desde sus dinámicas diarias, como una sucesión de platós –despachos, salas de juntas, pasillos, patios traseros, localizaciones emblemáticas como el Beverly Hilton o Musso & Frank’s–, espacios todos atravesados por actuaciones y fingimientos, por encuentros incesantes y superficiales, dominados en gran medida por el interés, la negociación y el intercambio (la serie apenas concede lugar a la vida íntima de los personajes, entregados por completo al trabajo).

Por ello, la narración se construye desde lo coral, a partir del equipo que rodea a Max: su joven asistente Quinn Hackett (Chase Sui Wonders), el vicepresidente de producción y su mejor amigo Sal Seperstein (Ike Barinholtz) o la jefa de marketing, Maya (Kathryn Hahn), además del CEO Griffin Mill (Bryan Cranston, disfrutando desatado en su registro sobreactuado) y Patty, la exjefa del estudio (Catherine O’Hara). Es un mundo de actuaciones exageradas, artificiosas –muy distante ya de la contención y el control emocional característico del clasicismo de Hollywood cuando se reflejó a sí mismo–, marcado por la impostura y los protocolos, que aquí se nutre de la complicidad autoparódica de figuras como Zoë Kravitz, Anthony Mackie, Martin Scorsese, Ron Howard, Adam Scott, Dave Franco, Olivia Wilde, Charlize Theron o Ice Cube.

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A lo largo de los diez capítulos de una media hora, y partiendo del nombramiento de Max como nuevo jefe del estudio, la narrativa se estructura en piezas en gran medida autónomas que recorren todo el proceso creativo: desde la ideación, el casting, el rodaje y el corte final de montaje hasta las galas de premios. El egocentrismo –la necesidad de reconocimiento, la inseguridad, las ínfulas y frustraciones artísticas–, junto con el carácter pusilánime e indeciso de Max –poco verosímil para alguien con su responsabilidad–, marcan el tono: gags sobre la arbitrariedad, lo falible y los volantazos y cambios bruscos de rumbo con que se llevan a cabo las producciones, y sometidas a las modas del día y a las estadísticas, lejos de cualquier planificación y convicción,

Vista como sátira, la serie mastica demasiado y está falta de colmillo; sin embargo, es posible que no sea esa perspectiva incisiva la prioritaria –aunque hay buenos gags en esa línea–, sino más bien un vínculo más afectivo, un reconocimiento del motor emocional que parece mover, en el fondo, ese mundo. Por mucho que se produzcan franquicias y se hable sin cesar de porcentajes y ganancias, la serie viene a plantear si es lo mismo producir una película que Kool-Aid, bebida en polvo sobre la que el estudio quiere realizar una película. Es decir, si en el fondo de toda esa frivolidad narcisista persiste una incumbencia emocional –a veces ingenua e incoherente– hacia algo más que el dinero: acaso en la conexión biográfica, íntima, con la experiencia vivida en la sala de cine, y hacia el deseo de mantener viva la llama, la corazonada. ∎

Risas de cine.
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