Los cinco años transcurridos desde la publicación de
“Habiak” (2000) no se han aliado con el olvido porque con un talento lírico como el de
Anari la memoria lo tiene muy fácil. Además, su generosidad ha ido sembrando de pistas un camino que culmina en su tercer álbum,
“Zebra”: diez canciones producidas por Karlos Osinaga (Lisabö) que suponen tanto una reafirmación del papel referencial de Anari en la música en euskera como un acto de valentía musical y poética.
Ese rastro de pequeños señuelos hay que buscarlo en tres volúmenes de la serie Pil-Pil Sessions del sello Metak: el de –Gailu en 2002, el compartido con Petti en 2003 y, ya en 2005, el de Lisabö. En esa reveladora conspiración de los detalles se debe añadir su aportación a “Concrete Mixer” (2005), lectura remezclada del “Backbone Ritmo” (2004) de Atom Rumba; y también su actuación en el concierto de The Rockdelux Experience de noviembre de 2004 interpretando su tema “Habiak” sobre un jergón de slowcore. Finalmente, aunque ella no participó, cabe sumar el debut homónimo del año pasado de Inoren Ero Ni, el grupo de Eneko, Mikel Abrego, Drake (los tres ex-Bap!!) y Borja (ex-Purr). Mikel y Drake, ya habituales en los discos de Anari, repiten su presencia en “Zebra”, donde Borja se encarga de la guitarra en sustitución de Xavi Strubell. Todas esas experiencias resuenan en la nueva Anari, son pistas que ayudan a desentrañar el sonido de un álbum donde las aristas más afiladas del rock delimitan los perfiles de unas canciones que crecen con determinación alimentadas por una tensión post-core, subrayada además por las puntuales guitarras de Rober! (Atom Rhumba), Jabi Manterola (Amodio, ex-Lisabö), Gaizka Insunza y Hannot Mintegia (ambos en Audience) y el armonio de Xabi Erkizia.
Anari acierta en la elección sonora porque consigue amplificar el durísimo equipaje emocional de sus palabras sin que su voz sucumba ante la granítica producción de Osinaga. A un tratamiento musical rotundo y crudo, punteado por inquietantes barridos de
slide y surcado por las profundas notas del bajo, ella se ajusta con una serenidad atronadora, sin refugiarse en las convenciones del vaivén susurro-grito, interpretando pletórica de sangre negra. Ahí está la valentía de “Zebra”. Antes lanzaba incertidumbres sobre los males del corazón desde el borde del precipicio, con un ligero aire melancólico donde las costuras las tejían la guitarra acústica y el chelo. Ahora, en cambio, su voz se instala sin intermediarios en el abismo eléctrico, entre la pesadumbre y la derrota de los resignados que ya no negocian con su dolor y contemplan con estupefacción un combate a muerte entre el amor y el deseo en
“las quietas aguas de la rutina”, allí donde
“los abrazos son nidos de angustia que ni protegen ni aman: ahogan”, allí donde
“los amantes son dos alimañas huyendo una de la otra” y
“mueren deshidratados por falta de sed, que no de agua”.
Ahora sus versos son cortos como nunca y con un manifiesto cuidado en las rimas (lógicamente, algo se pierde en la traducción al castellano) que contribuye a la depuración de un estilo de canción rock al alcance de muy pocos. Porque arropada por el estruendo de las guitarras y la batería resulta aún más brutal su manera de inyectar poesía en la desolación de unos amantes que son incorregibles héroes del error permanente:
“Nos empeñamos en acostar juntos el amor y el deseo / sabiendo que se trata de dos peces / que se comen el uno al otro”, canta en
“Ateak”. Porque cala muy hondo su manera de inflamar imágenes de pájaros de verdad y sombra, de besos con labios secos, de esclavos de la foto de la felicidad y de náufragos que se salvan ahogando a quienes tienen a su lado. Porque, además de canciones como
“Naufragoak”,
“Sustraiak”,
“(H)egoak” o
“Txori beltza”, por citar solo cuatro, Anari remata el álbum con
“Gu”, salvaje síntesis construida con versos de los otros cortes de un disco en blanco y negro, sin escala de grises; como dice en la canción
“Zebra”:
“Creo que en realidad he sido media cebra”. ¿Negra, entonces? ∎