Hace unos días vi cómo en Twitter un conocido compartía una foto de Animal Collective. Mostraba al grupo en el local de ensayo, tocando con instrumentos que parecían de juguete, haciendo el idiota, con la mitad de los miembros tirados en el suelo, Panda Bear haciendo un escorzo imposible mientras Deakin y Avey Tare se partían de risa. Era una imagen poderosa. Representaba a la perfección lo que hacía que discos como “Sung Tongs” (2004) o “Strawberry Jam” (2007) fueran vibrantes, divertidos. En los mejores Animal Collective había, además de toneladas de imaginación y talento melódico, un espíritu lúdico, de hacer ruido con los amigos, de ver lo que pasa si tocas ese botón. Cuando sacaron “Merriweather Post Pavilion” (2009) se vieron en el ojo del huracán. Se habían convertido, según el discurso oficial, en la banda más importante de la generación de los blogs, del ‘Pitchfork’ pre-Condé Nast, del nuevo tropicalismo y “lo tribal”, del freak folk. Les vino grande. No porque no tuvieran los discos o el talento, sino porque en su música no latía la ambición de la grandilocuencia, de llenar grandes recintos. La música de Animal Collective, en el fondo, nunca salió de ese local de ensayo.
Mucha gente no lo entendió. En buena medida no se comprendía la falta de ambición, el ser ajenos al populismo y a las liturgias del rock. Cuando giraban para presentar un álbum, prácticamente ya no tocaban ninguna canción, sino que adelantaban lo que sería el siguiente. Si tocaban alguna canción publicada, la deformaban hasta hacerla casi irreconocible. Animal Collective huían permanentemente del cliché. Ni siquiera eran un grupo con estructura fija como tal. Pivotando alrededor de Avey Tare, los demás miembros iban y venían a conveniencia, dependiendo de disponibilidad personal y ganas. La década pasada fue agridulce para la banda. Salieron del ojo público con discos menores, como “Centipede Hz” (2012), o agrestes, como el infravalorado “Tangerine Reef” (2018). Ha ocurrido un fenómeno curioso para con su recepción. Por una parte, muchos de los que en su momento elevaron sus discos de finales de los dosmiles a la categoría de obra maestra han decidido obviarlos, como un pequeño borrón en su historial melómano. Pero al mismo tiempo un público joven, hijos de Reddit y Anthony Fantano, consideran discos como “Feels” (2005) obras maestras, discos de cinco estrellas que comparten panteón con Death Grips, Sweet Trip y Fishmans.
“Time Skiffs” nace en este contexto. Tiene el viento relativamente a favor, con un público interesado que ha ido celebrando cada pequeño adelanto que se filtraba en los directos, con el revival dosmilero en marcha. El colectivo se centra más que nunca en la interacción vocal, se difumina la barrera entre la agresividad cómica de Avey Tare y la tendencia a lo coral de Panda Bear. El sonido de Animal Collective nunca ha sido más repulido, sonando casi a exótica cincuentera. No hay grandes rupturas rítmicas, no hay momentos de histeria, ni arrebatos de baile enloquecido, como en los tiempos de “Brother Sport”. “Time Skiffs” muestra a un grupo calmado, cómodo en su piel, que sigue siendo capaz de evocar brillantemente a los mejores Beach Boys (“Strung With Everything”) y de sumergir buenas canciones pop en tratamientos que rozan el dub (“Prester John”). Exuda amor por la música, como en los mejores momentos de su carrera, complicidad de banda. Han perdido adrenalina, aunque “Cherokee” es aún capaz de mover caderas (ahora con artrosis, eso sí). Pero sobre todo el álbum tiene “Royal And Desire”, su canción más redonda en una década. Un pequeño gran triunfo para un grupo que, en el fondo, nunca dejó de estar ahí jugando, pasándolo bien. ∎