Basia Bulat titula su séptimo disco de estudio “Basia’s Palace”. El palacio de Basia: suena aristocrático, algo barroco, un poco impostado. Parece el título de una superproducción de perro ladrador y poco mordedor. En la portada, ella sentada en la silla de una casa decorada como la de tu abuela (o decorada como la casa a la que iba a limpiar tu abuela). Poco o nada que ver con esa actitud sencilla y rural de “Oh, My Darling” (2007) o “Heart Of My Own” (2010), sus primeros trabajos.
Es cierto que, con su nuevo trabajo, la canadiense ha tratado de refinar su folk, aunque es más sencillo que la nobleza que predica en primera instancia (y mejor que así sea). La afincada en Montreal entrega un trabajo en el que trata de convertir en canción de autor algunas tendencias en auge durante los setenta tardíos y principios de los ochenta. “My Angel”, canción que abre el trabajo, se da un aire a “Smalltown Boy” de Bronski Beat o a “Eyes Without A Face” de Billy Idol. Elimina capas de reverb, introduce una producción vocal más limpia, pone los hi-hats más virtuales que existan y deja de lado esa caja tan característica de la música de aquella época: lo que tienes es el esqueleto de un banger ochentero. A cambio, ofrece unas cuerdas muy disco, compuestas por Drew Jurecka y mantenidas casi a lo largo de todo el trabajo: “Baby”, siguiente en la lista, regresa a la música americana de la cantautora, si bien los violines del puente pueden recordar a la época dorada de la Motown.
Bulat confirma sus referencias a mediados del trabajo, con su canción titulada “Disco Polo”:“Mama would play guitar, papa has disco polo”, canta en el estribillo. El nombre hace referencia a un género popular de la música polaca, famoso entre las dos últimas décadas del siglo pasado. A caballo entre el italo disco y la música folk, la tendencia sonó en su casa durante prácticamente toda su infancia debido a su herencia polaca. “Disco Polo” es una canción más cercana a la guitarra acústica que a Giorgio Moroder, pero encapsula la nueva filosofía que la canadiense ha volcado en el trabajo: música disco con resquicios de folclore. Aunque solo esa canción parece dedicada a sus padres, todo el trabajo es un homenaje a su herencia musical (por una parte eslava; por otra, simplemente vintage). La artista, además, compuso el disco durante un período de noches en vela consecuencia de la maternidad: un nuevo aliciente para reimaginarse su infancia.
Pasado el ecuador del trabajo, sin embargo, la artista se acerca más a Estados Unidos y menos a Polonia. En conjunto, parece una versión contemporánea de “Mistaken Identity” (1981) de Kim Carnes. Hay muchas identidades diferentes en el nuevo álbum de Bulat, aunque ninguna incorrecta. La que menos aparece, sorpresivamente, es la versión organóloga: la artista, que se hizo conocida por interpretar el autoarpa, ha debido de cansarse de un instrumento tan limitante y abraza la tradicional guitarra (sonoramente estándar y, por tanto, con un mayor abanico de posibilidades).
El palacio de Basia es, en realidad, un viejo caserío. Su papel pintado es demodé, sus lámparas demasiado ostentosas, y nadie de su edad cubre la mesa del descansillo con un mantel bordado. Bulat construye un trabajo en el que se retrotrae a su infancia y, por tanto, la música retrocede algunas décadas hacia el pasado: cuando no le interesaba ser la mejor del instrumento más excéntrico, ni tampoco diferenciarse generacionalmente construyendo un gusto propio. “Basia’s Palace” recrea el momento en el que la música que te enseñaban tus padres era tan estimulante que no necesitabas descubrirla por tu cuenta. ∎