Bettie Serveert lograron meter la cabeza en la parrilla de salida del mejor indie rock europeo de la primera mitad de los noventa gracias a esta cumbre particular, nunca igualada ni mucho menos superada en los treinta años que llevan en activo: el tibio “Damaged Good” (2016) fue lo último que publicaron, aunque prácticamente ni nos enterásemos. Pero en 1992 no lo tenían fácil. Hasta la reciente camada de DJs clónicos de EDM que se rifan los grandes festivales (los Tiësto, Armin van Buuren, Don Diablo, Oliver Heldens y compañía), el país de los tulipanes apenas se caracterizaba por exportar bandas de rock con un perfil popular más bien discreto: Golden Earring, Shocking Blue, Gruppo Sportivo, The Nits o The Ex. Pero el trío cuyo núcleo central formaban la vocalista Carol van Dijk, el guitarrista Peter Visser y el bajista Herman Bunskoeke (los dos últimos se habían fogueado en De Artsen, tras un bautizo prematuro como Bettie Serveert en 1986) logró hacerse un hueco a ambos lados del océano gracias a un contrato con Guernica (sello subsidiario de 4AD) para Europa y otro con Matador para Norteamérica. Y lo cierto es que mimbres no les faltaban. De hecho, eran excelentes: el desbordante caudal de emotividad de la voz de Van Dijk, en un inglés escrupulosamente correcto (se había criado en Canadá), y las embravecidas espirales de guitarra sostenidas sobre el alambre de espino diseñado por Visser, que tanto los emparentaba con el envés eléctrico de Neil Young e incluso a veces con la ponzoña urbana de The Velvet Underground, a quienes seis años después rendirían su particular tributo en “Bettie Serveert Plays Venus In Furs And Other Velvet Underground Songs” (1998).
Editado a finales de 1992 pero cayendo con todo su peso durante 1993 (crítica de cuatro estrellas en ‘Rolling Stone’, encendidos parabienes en casi toda la prensa europea, incluida esta casa), aquel totémico “Palomine” que les sirvió como refulgente debut se reedita ahora con todos los honores por su treinta aniversario sin que sus propiedades se extravíen. Quizá la disolución en el éter (del tiempo o del ciberespacio, que vienen a ser lo mismo) de aquella incipiente galaxia alternativa en la que medraban (aunque canciones como “Tom Boy”, con cierto deje a los Teenage Fanclub de la época, también podían apuntar a cierto mainstream corporativo) no juegue precisamente a su favor, pero lo cierto es que su propuesta no ha envejecido ni mucho menos de peor modo que la de aquellas bandas con las que llegaron a compartir escenarios, caso de Belly, Dinosaur Jr., Superchunk, Buffalo Tom o Counting Crows. Las canciones de la banda cuyo nombre era un guiño a la tenista Bettie Stöve desprendían alto voltaje sentimental y emanaban la frescura del debutante, abonando un fértil terreno no demasiado explorado en aquel momento desde un prisma femenino. Aquí apenas lo trillaron los añorados Madenning Flames de Muni Camón. Su clasicismo formal era también su mejor antioxidante.
La reedición de Matador no añade muchos inéditos. Quizá tampoco los necesite. Rescata las tres canciones del 7 pulgadas “Brain-Tag” (el mismo que iba incluido dentro del cartón del vinilo de Guernica como jugosísimo extra: yo lo conservo así), que incluye la muy Crazy Horse “Get The Bird” y la notable “Smile” –que perfectamente podrían haber entrado en el álbum–. Y las demos del disco, entre las que hay dos inéditas que sí justifican su condición de descartes (la discreta “Totally Freaked Out” y la enérgica “Maggot”, noise rock sin la delicadeza de las titulares, y con múltiples cambios de ritmo), entre el resto de pistas originales que en formato de maqueta no se diferencian mucho de lo que Edwin “Hank” Heath, Frans Hagenaars y la propia banda acabaron produciendo hace algo más de treinta años. Así de crudas, lacerantes y arrebatadoramente esbeltas eran aquellas trece canciones, descontando una “Palomine” que también tenía su versión en reprise, ralentizado y recortado al final del minutaje. Si los cataste, recupéralos. Y si los desconociste, ya tardas en descubrirlos. ∎