Álbum

Eiko Ishibashi

AntigoneDrag City, 2025

Las bandas sonoras que compuso para las últimas dos películas de Ryūsuke Hamaguchi, “Drive My Car” (2021) y El mal no existe” (2024), han dado una mayor proyección a la música de Eiko Ishibashi, pero, sobre todo, la han ayudado a ejercitar esa habilidad natural para dominar el tempo, la elasticidad y la capacidad narrativa de su música. Desde el principio de su carrera, Ishibashi ya había demostrado una versatilidad inusual que la ha llevado del jazz pop de tintes clásicos y regusto setentero de su material propio –apoyándose desde “Carapace” (2011) en la producción, la mezcla y los arreglos de Jim O’Rourke, su pareja e inseparable socio creativo desde entonces– a derroteros mucho más abstractos y experimentales, ajenos al formato canción, como sus discos con Masami Akita (Merzbow) y Darin Gray o la faceta más orquestal y paisajística de sus encargos para el cine.

Ishibashi nunca había alcanzado un registro tan grave, meditativo y ominoso como en las cortinas de cuerdas solemnes y densas del tema principal de “El mal no existe”. Aquella música sostenía buena parte del peso dramático de la película, que de hecho surgió como la extensión natural de “Gift”, una pieza previa, de algo más de una hora, que Hamaguchi ideó a partir de la música de Ishibashi, que ella acabó codirigiendo, y que ya esbozaba el argumento atravesado por el ecologismo, la avidez capitalista y la fricción entre centro y periferia del largometraje.

En “Antigone”, su primer disco de canciones propiamente dichas tras haber compuesto para las películas de Hamaguchi, se siente el depósito de esa tensión narrativa, tanto en los arreglos como en el centro mismo del trabajo de composición. Arropada por una banda que suma el bajo de Marty Holoubek, el acordeón de Kalle Moberg, el saxo de Kei Matsumaru y el chelo de Kirin Uchida a sus habituales Tatsuhisa Yamamoto y Joe Talia en la batería y las percusiones, además de los sintetizadores, los arreglos y el bajo de seis cuerdas de Jim O’Rourke, que vuelve a producir, Ishibashi pone el aparato orquestal (con el que claramente se siente más cómoda que nunca) al servicio de cada canción.

Las melodías y las progresiones de acordes, que Ishibashi compuso sentada frente a un órgano Rhodes, vuelven a ser el fundamento de todo. Sobre ellas, el juego entre la sección rítmica de Yamamoto, Talia y Holoubek y los colores intermitentes de las secciones de cuerda, los teclados y el acordeón levantan los mástiles y las lonas de un pop intrincado, trufado de verdaderos hallazgos, cuyo equilibrio entre una belleza sincera y una forma nada obvia de resolver los arreglos y los giros de cada compás podría medirse frente al calado de discos tan enormes como “Secrets Of The Beehive” (1987) de David Sylvian, “Spirit Of Eden” (1988) de Talk Talk o “Loud City Song” (2013) de Julia Holter. Son palabras mayores, pero merecidas. Tal es la imaginación y la destreza que Ishibashi demuestra al desmantelar las convenciones del pop en estas canciones, llevada también por el afán de apropiarse del lenguaje del jazz sin recurrir a sus elementos más reconocibles, como también (y tan bien) hicieron Tortoise en los años noventa.

La envergadura de “Antigone” lo sitúa a eones de distancia de lo que Ishibashi fraguó en discos como “Imitation Of Life” (2013), “Car And Freezer” (2014) o “The Dream My Bones Dream” (2018). Este último tenía un tono mucho más oscuro que los otros dos, marcado por la premisa de ahondar en la rivalidad encarnizada entre China y Japón durante siglos, que llegó a su cima con la invasión nipona de las provincias chinas que conforman la región histórica de Manchuria. A raíz de la muerte de su padre, Ishibashi relacionó la ambición colonial de Japón con su propia historia familiar, ligada a la ocupación japonesa de aquellos territorios en el noreste de China. “Antigone” se sirve del mismo tono sombrío para regodearse en una suerte de poesía distópica obsesionada con un futuro ominoso. Todo en estas canciones parece marcado por una sensación de extrañeza, un mal presentimiento, como las aguas manchadas de un pozo contaminado.

Un breve preludio orquestal sirve para descorrer el telón de “October”, que abre “Antigone” evocando visiones surrealistas en el cielo entre las transmisiones de una señal de radio perdida, profetizando una amenaza en ciernes. Le sigue “Coma”, de aires despreocupados, no tan lejos de Fleetwood Mac o Steely Dan. Sin embargo, sus versos vuelven a sugerir la promesa de la guerra, de un estado policial o de ambas cosas. Las letras de Ishibashi son crípticas y misteriosas, pero inequívocas en la mención de palabras como “genocidio”, “cenizas” o “cementerio” en japonés. Parecen augurar un futuro de soledad, alienación y sometimiento, y esa violencia sorda vuelve a darse de bruces con el pop engalanado de “Trial” y “Mona Lisa”.

“Nothing As”, un medio tiempo que se recrea en la dulzura de la voz de Ishibashi con la única letra enteramente en inglés del disco, y “Continuous Contiguous”, una balada resuelta únicamente con piano y acordeón, dan resuello a la secuencia. La de Chiba suena más alucinada en “The Model”, que transita entre el pop planeador y el aire marcial del pulso kraut, alargándose más de ocho minutos con un recitado susurrado de un texto de Michel Foucault en una coda que empieza sostenida en el zumbido de un sintetizador y desemboca en un final mecido entre cuerdas, resuelto con florituras justo antes de que eche a andar la canción que da título y sirve de broche al álbum en el que es uno de sus momentos más arrebatadores. Quizá Ishibashi haya elegido señalar a Antígona por la carga histórica como portadora y símbolo irrefutable de virtud, valentía y determinación que la heroína de Tebas ha arrastrado a través de los siglos en la tragedia de Sófocles. Invocar su espíritu es aferrarse a la voluntad de resistir, pero también recordar que el sufrimiento ajeno siempre alcanza, de un modo u otro, a quienes lo contemplan. ∎

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