Me debato entre dos sensaciones. Seguro que os suena. Entre pensar que en unas semanas no volveré a este disco o, por el contrario, estimar que sí lucirá en mi estantería junto a “Our Endless Numbered Days” (2003), “Kiss Each Other Clean” (2011) o “Ghost On Ghost” (2013), y de vez en cuando le sacudiré el polvo para posarlo en mi reproductor de CDs. No lo tengo claro. A veces me gustaría que Sam Beam se hubiese dedicado a rasguear cortinas genéricas con la audacia de Bon Iver, pero tampoco hay por qué pedirle a alguien que cambie su naturaleza a nuestro antojo y capricho. Su séptimo álbum como Iron And Wine, producido por él mismo, el primero de canciones propias en siete años, resulta sedante e incluso cauterizador, pero quizá solo imprescindible para fans muy de núcleo duro. Y eso que no es nada inaccesible ni opaco. Al contrario.
Es un trabajo de mediana edad, en el que se empieza a notar que se aproxima a la barrera de los cincuenta años, y que además brota tras una pandemia que no le resultó especialmente inspiradora ni beneficiosa. Destella un halo de luz ya desde esa preciosidad que es “You Never Know”, porque el de Carolina del Sur siempre fue un compositor de ponerle al mal tiempo buena cara, de melodías rebosantes de anhelo y esperanza por muy sombrío que pueda ser el contenido, y aquí ya está todo: su falsete de ensueño, el rasguño de su guitarra acústica, el violín (se luce Paul Cartwright) y el resto de sus arrebatadores arreglos de cuerda, la mudanza melódica de ese estribillo que se quiebra hacia algo que se parece mucho a la psicodelia. Pero no todas las piezas del disco están al mismo nivel.
Sí rinde en ese registro “All In Good Time”, espléndido dueto con Fiona Apple, repleto de una espiritualidad muy soul, que me recuerda a la alianza entre Natalie Merchant y Abena Koomson-Davis en “Come On Aphrodite” (2023), es decir, a ese soul que en realidad no lo es aunque lo parezca. O la sensacional “Tears That Don’t Matter”, que se retuerce sobre sí misma para dar con su versión más compleja, casi siempre la mejor. Pero no puede decirse lo mismo del resto de su minutaje, plácido pero algo amodorrante. Estilizadamente clásico pero predecible, sumido en una apacible ortodoxia. Solvente pero redundante en exceso. Bálsamo para tiempos aciagos o mero placebo con el que sustituir terapias –indudablemente– más de choque. Tú decides. ∎