Una descripción sumaria de la figura de J. Robbins –que dentro del canon histórico ostenta una posición privilegiada como uno de los principales arquitectos del post-hardcore de Washington DC, dada su militancia en múltiples formaciones tras sus pinitos en Government Issue a mediados de los ochenta, y su rol como productor de bandas ejemplares del género como Kerosene 454 o Faraquet– puede que no sea suficiente para dar pleno sentido al segundo álbum que firma en solitario (y que hasta cierto punto podría ser un disco encubierto de Office Of Future Plans, teniendo en cuenta la participación de Brooks Harlan y Darren Zentek al bajo y la batería respectivamente). La inicial “Automaticity”, versión abrasiva de Sparks (influencia abiertamente declarada), si bien saca a relucir la sensibilidad pop subyacente a toda su carrera, además del serpenteo clásico de su guitarra afilada, quizá podría romper los esquemas del oyente que acuda al disco con esos ilustres antecedentes en mente. La canción arranca un álbum interesante aunque irregular, con sus cimas y sus valles, donde Robbins, aparentemente bregando con su pasado (Jawbox, Burning Airlines…), abraza el conservadurismo estilístico a la vez que intenta desmarcarse con ideas más alejadas de su zona de confort.
La deliciosa “Exquisite Corpse”, exploración poética del notorio juego surrealista que incluye una analogía con el basilisco que da título al conjunto, nos devuelve a terrenos más conocidos, con elementos de sabor clásico como la característica afectación vocal de Robbins, un creativo patrón percusivo diseñado por Zentek y un breve solo mascisiano cortesía de John Haggerty (de Naked Raygun) como colofón. La inventiva rítmica prosigue en “Last War”, con un Zentek inspirado a las baquetas y un bajo particularmente oscilante. El tema, que trata con opacidad el fracaso inevitable de la república de Weimar extrapolándolo al presente, inaugura una de las temáticas recurrentes del disco: la relación que mantenemos con el pasado y, en particular, la necesidad de seguir adelante a pesar de nuestra incapacidad de aprender de los errores. Las creencias y la ideología son objeto de indagación abstracta en “Gasoline Rainbows”, donde un evocador punteo de guitarra, el trasteo con ruiditos electrónicos, la aparición de cuerdas sintetizadas y una cadencia oral especialmente arrastrada generan un inesperado regusto psicodélico. Mencionado deje también pulula por la taciturna “Not The End”, en esta ocasión apuntalado por una pedal steel campestre y un espectral coro femenino en la distancia, elementos texturales que, aunque sugerentes, no bastan para salvar una pieza que parecería poco desarrollada.
Precisamente alrededor de este punto Robbins experimenta un preocupante descenso de marchas, conformándose con una instrumentación en piloto automático y un melodicismo perezoso. Tras una serie de temas derivativos (a excepción de las letras, que siempre se mantienen agradablemente crípticas) –“Old Soul”, pista a medio tiempo de estribillo también a medio gas; “A Ray Of Sunlight” y “Deception Island”, cuya chiclosa gestión vocal y guitarreo amable parecen directamente salidos del repertorio de Bob Mould; o la crujiente “Open Mind”, que si bien preserva la marca compositiva de la casa, a nivel estilístico peca de emular en exceso la vertiente más soleada del shoegaze noventero–, por suerte en el último tercio resurge la creatividad. Primero llega “Sonder”, un paraje electrónico con nubarrones de sintetizador, voz filtrada por un retumbante eco, batería borrosa y riffs de guitarra que parecen emanar de un callejón desolado; un experimentalismo que, sin ser revolucionario, sí resulta refrescante. Y finalmente, “Dead Eyed God”, otra pieza con base electrónica cuya evolución tonal es loable: la curiosa mezcla lírica de horror cósmico y crítica política arranca musicalmente helada, inquietante, tétrica, pero a medida que avanza la composición va ganando una calidez inesperada, culminando en un alargado y francamente bello pasaje instrumental de batería maquinal y cascadas de notas al piano.
Tal como habrá revelado el análisis de las pistas, por un lado, a pesar de ciertas dinámicas e instantes de resabio post-hardcore, está claro que a estas alturas Robbins ha superado el género; por otro, precisamente la navegación hacia otros puertos desemboca en un álbum excitante a la vez que disfuncional. Este hecho –que alterne entre composiciones perfectamente potables aunque demasiado ancladas en las convenciones del pop/rock indie y apuestas de tipología más arriesgada– se traduce en una escucha entretenida, una totalidad bastante heterogénea que, por esa misma razón, podría acabar resultando un tanto aleatoria y poco satisfactoria en su integridad. ∎