Es complejo explicar cómo parece que todas las cosas, en la carrera de la cantautora británica Joanne Robertson, han conducido de algún modo hasta aquí. “Blurrr”, su nuevo trabajo largo, quinto en solitario y sin contar EPs y aventuras colaborativas con su inseparable socio Dean Blunt o Sidsel Meineche Hansen, captura de una forma única las resonancias espectrales de su música, el misterio que rodea sus composiciones y la solitud aplastante que evoca, pero además depura más que nunca todas las capas y reduce a la mínima expresión lo accesorio. Si en sus últimos álbumes –sobre todo “Blue Car” (2023) y “Backstage Raver” (2024; a medias con Dean Blunt)– había distorsión y ritmo (“MOTION”), “Blurrr” vuelve a la franqueza de esas portadas con el rostro de Robertson, a una relación intimista y lo-fi entre guitarra y voz que sucede en la habitación. Y entroncando con aquel maravilloso EP de 2020 –“Painting Stupid Girls”– en el que Robertson se hacía un selfi desde su cama mostrando solo su guitarra, una almohada y la tenue luz de un día nublado, en este nuevo álbum sin embargo cualquier amago de ruido se difumina en el aire, en una especie de corriente eléctrica invisible, en el éter: las cuerdas se escuchan más allá de cualquier amplificador mientras las notas flotan como burbujas pesadas en “Ghost”, una ensoñación fantasmal de dream pop que es lo más cerca que ha estado nunca la británica del “Dragging A Dead Deer Up a Hill” (2008) de Grouper; y “Friendly” sucede como en un eco, como espiada a través del conducto de ventilación, mientras interfieren de forma casi inaudible ruidos y resonancias metálicas que podrían ser perfectamente producto de una imaginación ya sugestionada. Es curioso y al mismo tiempo una conclusión lógica: deshaciéndose por completo, Robertson logra hacerse más expansiva e inasible que nunca.
El componente experimental que siempre se ha asociado a su música queda aquí relegado, además, a una simple forma de entender la producción y la relación de los elementos y su posicionamiento y protagonismo en el conjunto, un poco como ocurre también en el repertorio menos indescifrable de Grouper. “Blurrr” es un disco realmente mucho más folk que sus predecesores, aunque su percepción del folk sea espectral; marcado por pastorales psicodélicas como la de “Why Me” –con ecos de Jessica Pratt o el Nick Drake de “Pink Moon” (1973)– o la de la hipnótica “Peaceful” –su pulsante monotonía, sobre un loop de guitarra, recuerda todas las conexiones posibles entre los José González y ML Buch más acústicos y minimalistas–, y guiado a veces por melodías perfectas como la de “Exit Vendor”, por su parte una balada casi grunge empapada de melancolía dream pop que tiene algo de la versión de “My My, Hey Hey” (Neil Young) de Chromatics, “Into The Black”.
No hay, en cualquier caso y por mucha melodía, intención de transmitir emoción alguna a través del simple hecho de cantar, y es la suma de los elementos lo que eleva emocionalmente el trabajo hasta unas cotas casi asfixiantes: la contraposición de una voz lánguida y una guitarra que se exaspera, o al revés, una voz que por un segundo se incendia con algo parecido a la pasión –como en “Gown”, donde Robertson parece aullar por momentos con una extraña angustia juvenil– y una guitarra que colapsa; el ataque, fruto siempre de pulsiones casi instintivas, imposible de seguir de un modo plenamente racional. Lo improvisatorio, tan común también en la carrera de Robertson, aparece a través de esos sobresaltos y disonancias, y de hecho “Last Hay” cierra el trabajo poniéndolas en primer lugar. Pero “Blurrr” no deja de sentirse en ningún momento como un disco en pleno control de todos sus elementos, que navega a la perfección la inmensidad.
Lo mismo podría aplicarse a las letras, crípticas y difusas, que tanto parecen hablar de desamor como refugiarse en el amor infinito de la maternidad, cuando no son directamente incomprensibles al oído, asfixiadas por la guitarra o la reverb. “Escribí este disco entre sesiones de pintura y mientras criaba a un niño”, dice Robertson en la escueta nota de prensa, y desde luego hay un cierto tránsito entre el expresionismo abstracto y una cotidianidad elevada en su forma de encarar las canciones, simples manchas de color que evocan los estados del alma.
Lo mejor de “Blurrr”, sin embargo, es cómo sin previo aviso la segunda mitad convierte esta experiencia solipsista y por momentos claustrofóbica en algo mucho más opulento, gracias a la intervención al chelo de Oliver Coates. El compositor –que ya había colaborado con Robertson en “Doubt”, incluida aquí pero antes en la compilación de 2020 “Escho 15 år. Burgers For My New Life” del sello danés Escho– llega para acercar el disco a los terrenos del “World Of Echo” (1986) de Arthur Russell con la misma sensibilidad que ya había aplicado a sus bandas sonoras –“Aftersun” (2023) y “Occupied City” (2024), sobre todo– o a sus colaboraciones con Arca, Mica Levi, Laurel Halo o Malibu. Sigue habiendo aislamiento, pero la habitación ya no es una celda y se convierte en la inmensidad de una catedral gótica tenuemente iluminada con luz artificial en mitad de la noche. Es ahí precisamente donde sucede la gran obra maestra del trabajo, “Always Were”, ante un altar y bajo la estatua de un ángel en claroscuro. El misterio, sin embargo, es que podría hacerlo también en un acantilado frente al mar, sereno pero implacable; o persiguiendo luciérnagas a través de un bosque encantado. Aunque el ritual de Robertson quizá se limite más que nunca a los confines de su habitación, por primera vez suena como un purasangre rampando libre por la hierba a cámara lenta. Enorme como el futuro y la vida misma. ∎