La paternidad y el pop. O el rock. Peor aún. Difícil asunto. No son muchos quienes se atreven. Y menos aún quienes lo hacen sin invitar al sonrojo. Se me ocurre, así a bote pronto, el Richard Hawley que evocaba con su proverbial sobriedad la escapada del nido por parte de su hija adolescente en la hermosa “What Love Means” (de “Hollow Meadows”, 2015). O el Stevie Wonder cuya tasa de azúcar aún no rebasaba cotas poco aconsejables en “Isn’t She Lovely?” (incluida en “Songs In The Key Of Life”, 1973). Pero ¿un álbum completo? ¿Conceptual? ¿Monotemático? ¿Con ínfulas de arte mayor? Peligro: es material más que inflamable.
Ocurre que Julio de la Rosa está de vuelta de (casi) todo y se lo puede permitir. Afianzado en la composición de bandas sonoras de indudable eficiencia, versátil en su forma de ilustrar imágenes (del thriller al drama o la comedia) para cine –ahí está el Goya por “La isla mínima” (2014), de Alberto Rodríguez– y series de televisión. Y se puede tomar la licencia de ciscarse en la era del streaming y los consumos jibarizados con un álbum que en realidad es una única pista de 49 minutos, y además ponerse los peajes de nuestra industria por montera con un trabajo que ni tendrá traducción al directo ni necesitará, por tanto, entrar en la rueda del hámster de los festivales clonados en serie.
Lo mejor de todo ello es que, al margen de ese acentuado relieve formal, en el asunto de fondo –que es lo más importante– también ha escapado del riesgo de la autocomplacencia: lo que podría haber sido un vademécum de sensiblería, rancio paternalismo o socorrido manual de autoayuda, es en realidad un compendio de admoniciones repletas de sensatez, mucha sesera y la aplastante lucidez de quien se convierte en padre con cincuenta castañas: “Y bailarás, pero mis piernas ya no podrán. Y tú serás mis piernas”. Suficiente para dejarnos tocados. A los que somos padres, pero también a los que no.
El detonante fue el nacimiento de su hija, Inés. Ahora tiene dos años. Y el paisaje natural para alentar un ensimismamiento que plasma los temores, las ansiedades y los anhelos de un padre primerizo fue el cerro de San Pedro que divisa cada día desde su casa en la sierra madrileña. Curioso que hayan coincidido en el tiempo dos discos con la sierra de Guadarrama como motor creativo: este y el “Cancionero del Guadarrama” (2021), de Ruiz Bartolomé.
El caso es que el álbum se complementa con el libro “Esperando a Inés”, compendio de fotografías de la montaña cuya escarpada permanencia sirve de metáfora para ese padre que quiere estar siempre ahí, y escritos de carácter confesional (al jerezano quizá solo le faltaría plantar el árbol, si no lo ha hecho ya), pero ambos pueden disfrutarse como experiencias completamente autónomas. Y lo que encontramos en el disco, tan solo sajado en anverso y reverso (caras A y B) en su versión en vinilo, es una emotiva y sensible misiva, cercana en sonido a un post-rock de sesgo muy cinemático (piano, cuerdas y su voz en primer plano), innegablemente marcada por su bagaje previo firmando scores, que se erige no solo como su mejor disco junto a “Pequeños trastornos sin importancia” (2012), sino también en uno de los trabajos más bellos que nos dará nuestra escena en este 2021. ∎