Cada vez soy menos partidario de resaltar virtudes por oposición, como sugiriendo el cuestionamiento de indudables méritos ajenos, pero a veces no lo puedo remediar: hace años que me pregunto por qué la repercusión mediática de Laura Veirs anda siempre por debajo de la de otras compañeras generacionales que se mueven en coordenadas similares, caso de Neko Case, Laura Marling o Julia Jacklin (en la liga de Angel Olsen o Cat Power mejor ni entramos), y nunca obtengo una respuesta clara. Y si a alguien se le ocurriera restarle crédito a la de Portland por el simple hecho de que su carrera haya estado siempre ligada (hasta ahora) al designio de su productor, Tucker Martine, tiene aquí su particular “Tapestry” (1971) para solventar cualquier duda. Porque, como aquel viejo disco de Carole King, este es un trabajo posdivorcio, de ruptura sentimental, pero también liberador, emancipador, empoderador y de total reafirmación personal, en todos los sentidos. Y bordea lo sobresaliente.
Es el decimosegundo de su carrera y el primero que edita sin asistencia de Martine, quien fuera también su marido hasta hace dos años, lejos del estudio que compartían. Apenas conserva nada de la luminosidad del sólido “My Echo” (2020), grabado antes del cisma de pareja, pero publicado después. Es mucho más austero, pero también más intuitivo, más orgánico, preñado de un halo más sobrenatural y enigmático, y además conserva el pellizco extra de sus mejores grabaciones. Se dice que Laura ha grabado mientras cantaba y tocaba la guitarra al mismo tiempo, cuando antes lo hacía por pistas separadas: todo un síntoma.
De la coproducción se ha encargado Shahzad Ismaily, el multinstrumentista a quien pudimos ver al mando del bajo de los Ceramic Dog de Marc Ribot hace solo un par de meses sobre nuestros escenarios, y se nota en que estas catorce canciones tienen esa espontaneidad del producto no excesivamente horneado, de la intuición como mayor premisa, de la hoja de ruta sin demasiadas indicaciones, para que cada instrumento (pocos, eso sí) respire por sí mismo, para que cada pausa permita coger aire a las composiciones y hacerlas crecer sin atenerse a un guion convencional.
Es un disco de renacimiento. Incluso en lo sensorial, porque los textos de “Naked Hymn” y “New Arms” brindan un erotismo renovado a sus 48 años. Refuerza esa sensación cómo la dobla en este último corte la voz Karl Blau, nutriendo un capítulo de pinceladas externas precisas y preciosas: el piano anárquico y casi espectral de Ismaily en “Ring Song”, el saxo de Charlotte Greve en “Nake Hymn”, el violín de Sam Amidon en “Time Will Show You”, los sutiles beats electrónicos que acolchan “Eucalyptus”, la trompeta de Aaron Roche en “Komorebi” o los guitarrazos eléctricos de Indigo Street en “Winter Windows”, el único brote voltaico de un trabajo que no los necesita para alinearse con la excelencia. ∎