Siempre me pasa igual: escucho lo nuevo de Lilly Hiatt y elucubro trazando paralelismos –creo que razonables– con Lydia Loveless, Jenny Lewis, Courtney Barnett o Margo Price (con quien incluso ha girado), pero no se me ocurre reparar en Neil Young, Bob Dylan, Tom Petty o incluso Luna, nombres que luego descubro que ella menta con fervor como influencias en su web. A algunos incluso los versiona. Creo recordar que fue el compañero David Saavedra –no recuerdo bien si en este medio o en algún otro– quien resaltó hace tiempo ese sesgo por género del que aún somos rehenes quienes escribimos sobre música popular. Qué se le va a hacer. También menciona a Melissa Etheridge como un ejemplo a seguir, por cierto, de quien ya creía que nadie se acordaba. El caso es que cualquiera de esos referentes puede ser válido para descubrir (por fin) la carrera de la hija del gran John Hiatt, que no es ni mucho menos una debutante: este es ya el sexto álbum a su nombre (el cuarto consecutivo en New West) y tiene casi 41 castañas. Y aunque no he tenido tiempo más que de echarle el lazo de forma somera a los anteriores, creo que este es absolutamente soberbio. Hasta ahora, tan solo “Brightest Star” (de “Walking Proof”, su cuarto largo, de 2020) sobrepasa –con creces– el millón de reproducciones en streaming. El resto se cuentan por unos pocos miles.
Para no faltar al tópico de una vida algo turbulenta que se traduce en canciones hirvientes, diremos que Lilly es hija de la editora de sonido (para cine) Isabella Wood, segunda esposa de John: se suicidó cuando ella tenía solo un año, y su juventud en Nashville (donde aún vive, aunque nació en Los Ángeles) tampoco fue fácil, porque tuvo que superar un serio problema de adicción –a la priva y a la mandanga– a los 27. No hay una regla escrita que dicte que, a mayores complicaciones, mejores canciones, desde luego, pero hay aquí una intensidad que no parece compadecerse con un remanso de paz vital, aunque sí pueda decirse que responde al momento de plenitud y relativa estabilidad que ella asume estar coronando. De hecho, produce su señor esposo, Coley Hinson. Y es un discazo, se mire por donde se mire. Modélico. Ejemplar. Recio. Turgente. Repleto de canciones de carretera y manta, de esas que capitalizarían momentos recurrentes en la radiofórmula del planeta perfecto, ese que no existe. Tanto cuando se pone en modo abrasador (el tema titular, muy noventas) como cuando pule perlas melódicas (“Thoughts”), le da por el rock altamente fibroso (“Shouldn’t Be”) o rebaja el tempo y le da al pedal steel guitar (“Man”). Transmite credibilidad, convence desde la primera escucha y no genera grasa porque son nueve cortes en tan solo 29 minutos. No filler, all killer. Ojo, que esto es mucho más que americana. ∎