En manos de Los Sara Fontán, las reglas están para saltárselas. Todo en ello resulta inusual: su formato de dúo compuesto por violín y batería, su alergia a cualquier arquetipo de canción pop, su inclinación por evitar repetir esquemas, su carencia de videoclips y también su renuencia a publicar un disco que plasme todo aquello que han ido rodando sobre escenarios de España, Portugal, Francia, Polonia, Suiza o Finlandia durante el último lustro. Bueno, esto último se lo han saltado, de ahí la edición de un primer álbum de título quizá guasón: lo que quedaba pendiente era esto, cumplir con uno de los peajes elementales de la industria musical, ya vivas en el más recóndito de los sótanos del underground o milites en la multinacional más lustrosa. Sin disco en la calle o en streaming, difícil es que hablen de uno/a: ni te escuchan demasiado ni –desde luego– puedes aspirar a que los medios resalten tu trabajo en sus sinopsis anuales. No sé si Sara Fontán (violín, estuvo en Manos de Topo y La Orquesta del Caballo Ganador) y Edi Pou (percusión, también en Za! y en La Orquesta del Caballo Ganador) se barruntaban algo así. Quizá no.
En cualquier caso, su concepto eminentemente físico, experimental (seguro que el adjetivo no les gusta, a mí tampoco demasiado, pero es útil) y propenso a cierta improvisación tiene un reflejo en un “Queda pendiente” que no debe estar muy lejos de la singular experiencia sensorial que depara su directo. Se echaba de menos, además, una continuación a lo que fue aquel espléndido álbum de Big OK – el trío que formaban junto a Paul Fuster – en 2017. Lirismo y furia, delicadeza y vigor, se dan cita en estos diez cortes de taxonomía indescifrable, inimitable magma sonoro que conjuga un imprevisible sentido del ritmo –no siempre marcado por la percusión: el rol del violín es igual de primordial– y un poder de evocación que en cortes como “Cuerno de alce”, su majestuoso cierre, roza la hipnosis.
A veces parece que compongan para una turbadora sucesión de fotogramas en negativo de aquellos “Carros de fuego” (Hugh Hudson, 1981) que orquestó Vangelis (“JJ.OO.”), otras que elaboren fragmentos de bandas sonoras de imaginarias películas distópicas (“Ío”) o que perviertan los códigos post-hardcore (“Talbot samba”) o math rock (“Magaluf”) hasta dejarlos irreconocibles. También sacuden el folk gallego con subgraves sísmicos (“Quérome”) y convierten un extractor de ducha en una kalimba para hacer de “Visita de obra” un imponente crescendo que es también temprana declaración de intenciones tras un diálogo pillado al vuelo en el que él pregunta “¿más largo?” y ella contesta “no sé, como más divertido”. Por algo dicen que esto es solo una instantánea de un momento, y no una suerte de compilación de lo que han estado haciendo durante los últimos cinco años. Si parpadeas, te lo pierdes.
Todo en ellos es intuición. Fruto de la interacción directa y espontánea. Música que se disfruta con el estómago, y no con el intelecto. Es tierra pero es también aire, porque el caudal de emoción que generan sus progresiones melódicas tiene el mismo peso que sus contagiosas escaladas rítmicas. Vale más la pena vivirlo que intentar traducirlo en palabras. ∎