Y al sexto álbum, llegó la explosión pop. Nada hacía presagiar tal acopio de coros centelleantes, teclados gomosos y estribillos radio friendly. Han tenido que llegar una ruptura –cómo no–, un cambio de domicilio (de Carolina del Norte a su Columbus –Ohio– natal) y la puñetera pandemia para que Lydia Loveless imprima un severo volantazo a su carrera y nos regale su mejor disco desde aquel brillantísimo “Somewhere Else” (2014), cuya sombría portada en blanco y negro teníamos ya relegada a algún rinconcito en la trastienda de nuestro disco duro. ¿Su mejor álbum hasta la fecha? Diría que sí. Lydia ha salido fortalecida del trance y con un traje de superviviente que, a sus 33 años, le sienta estupendamente bien. Quizá en los últimos años no hubiera hecho demasiados méritos para inscribirla en un devocionario compartido con Laura Marling, Neko Case, Margo Price o Nikki Lane, nombres recurrentes cuando se trata de glosar lo mejor de ese rock norteamericano que partiendo de una raíz común se ramifica en múltiples direcciones. Pero “Nothing’s Gonna Stand In My Way Again”, precisamente lo menos americana que ha hecho a lo largo de toda su carrera, alza la mano con firmeza, reclama titulares y demanda que se le haga un hueco en las listas de lo mejor de este año. Es un trabajo exultante, sentido, doliente y jovial a la vez. De caída y renacimiento. De una descarnada rotundidad. Como su portada, en la que Lydia aparece desnuda, dándonos la espalda con el título inscrito en ella en una tipografía como de máquina de escribir. Ni una de sus diez canciones invita a pasar página y darle al skip.
Una golosina pop como “Sex And Money”, que tanto me recuerda al “I Touch Myself” (1990) de Divinyls, tenía que sobresalir, aunque lo que para la díscola Chrissy Amphlett (1959-2013) era puro gozo sea para Loveless más bien un cuestionamiento del rock and roll way of life. Su estribillo es pringoso como la miel. No te lo quitas de encima. Y algo similar puede decirse de “Poor Boy”, con sus guitarras mordientes y ese teclado estridente, cortesía de Jay Gonzalez (Drive-By Truckers), que tanto recuerda a las producciones de Ric Ocasek en los noventa para Weezer o Nada Surf. Las baladas y los medios tiempos también están perfectamente engrasados: “Runaway” es una declaración de intenciones con reminiscencias de Tom Petty And The Heartbreakers, “Feel” lidia con su adicción al alcohol con una autoridad avasalladora, y tanto “Song About You” como “Summerlong”, principio y final de esta proteica media hora (¿para qué más?), combinan teclado y cuerdas al servicio de una confesionalidad a la que no cuesta dar crédito. Son los dos momentos más austeros del disco, y transmiten la misma veracidad.
Y si alguien necesita más singles potenciales, los tiene en la estupenda “Toothache”, con sus guitarras aceradas, la calidez del Wurlitzer y sus adherentes coros, o en una “Do The Right Thing” que empieza a lo heartland rock y deriva en un enternecedor estribillo de cariz sixties, de esos que no hubieran desentonado en los primeros Pretenders. Todos los clásicos topicazos de caída y redención del rock-norteamericano-de-toda-la-vida –el despecho sentimental, las adicciones, la carretera como metáfora, los peajes de la fama– se hacen carne aquí pero se modulan en una clave sensiblemente distinta, inédita en su autora, dando lugar a un hermoso manojo de canciones a las que no queda más remedio que creer (y amar) ciegamente. ∎