Álbum

Mary Halvorson

CloudwardNonesuch-Warner, 2024

Mary Halvorson puede sonar en este disco transparente (“The Gate”), desarticulada (el inicio de “The Tower”) o esquinada (dejando protagonismo al vibráfono en la parte central de este mismo tema). La guitarrista que ha capitalizado algunos de los mejores parabienes de la escena de vanguardia y jazz neoyorquina de los últimos tiempos, hasta ahora gobernada por guitarras masculinos (Bill Frisell, Marc Ribot, Jon Madoff, Julian Lage), prosigue en su imparable carrera hasta no podemos adivinar qué meta, qué punto, pues la línea del horizonte se vislumbra, por el momento, lejana.

Adaptada a todo tipo de formaciones, Halvorson indaga aquí en el sexteto dando una especie de paso atrás sin dejar de ser protagonista. La acompañan los músicos con los que grabó “Amaryllis” (2022), convertidos ahora en el Amaryllis Sextet. En varios temas está en la sombra, haciendo de engrase o engarce con el resto de los instrumentos solistas, caso de “Collapsing Mouth”, en el que el bello diálogo entre los vientos –la trompeta de Adam O’Farrill y el trombón de Jacob Garchik– da paso a una nueva y cristalina disquisición del vibráfono, instrumento que en manos de Patricia Brennan, y en la tradición de los cincuenta y sesenta, de Lionel Hampton y Terry Gibbs a Milt Jackson y el Modern Jazz Quartet, aporta un lirismo melódico que remite al jazz de la costa Oeste sin olvidar que estamos en la del Este.

Hacia las nubes (cloudward), quizá una liberación después del confinamiento, la época en que fueron conjugados la mayoría de los temas del disco. La tensión aparece cuando el contrabajista Nick Dunston rasga las cuerdas con un arco en “Unscrolling” y el resto de los músicos parece no querer seguirlo. La batería de Thomas Fujiwara, compinche de Halvorson en otras formaciones, arremete con una cadencia más rock en “Desiderata”, pero pronto el vibráfono devuelve los compases a un terreno más jazzístico y reposado que los vientos se encargan de encauzar, mientras que Halvorson bascula entre una digitalización cristalina y un rasgueo noise. Sin límites, sin cortapisas, sin un género claro, pues los géneros, en según qué casos, son impuros, y Halvorson va de la tradición a las influencias de la no wave. Por eso aparece en “Incarnadine” el violín hierático de Laurie Anderson, que asume la forma de un frontispicio antes del abismo, aunque el resto del disco tenga un aire ligero, flotante.

“Cloudward” va por partes y al unísono. Los músicos inician aventuras en solitario que rápidamente, como en una escapada ciclista, el grupo/pelotón finiquita, captura y cauteriza: “Ultramarine”, el último corte, comienza con el contrabajo en solitario, se le suman batería y guitarra, dialogan, entra después el vibráfono, la guitarra quiere desmarcarse, los dos instrumentos de viento se lo impiden, la trompeta gana su espacio y la guitarra se lo quita. El otro mejor ejemplo del disco es cómo evoluciona y concluye, con todos tocando juntos, la citada “Desiderata”, cuyo título, no en vano, es el de un poema de los años veinte del siglo pasado sobre la búsqueda y el derecho a la felicidad. ∎

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