Resumen rápido, para ir al grano: esto se grabó –solo con primeras tomas en directo y sin overdubs– a lo largo de un día en una histórica prisión de Mississippi de las de máxima seguridad, llamada Parchman Farm, para más datos, y lo protagonizan una docena de encarcelados cuyas edades oscilan entre los 24 años del más joven y los 74 del mayor. Medio siglo de diferencia entre cuando nació el primero y el último. Más de dieciocho mil días, menos de dieciocho mil quinientos. Parchman Farm goza de mala fama, no es un lugar al que querrías ir: en 2022 el Departamento de Justicia de Estados Unidos hizo público que sus condiciones violaban los derechos constitucionales de los prisioneros. La mayoría, afroamericanos, claro está. Entre 1933 y 1959 John y Alan Lomax fueron cinco veces a grabar en sus instalaciones.
El álbum se titula “Another Mississippi Sunday Morning” porque es una secuela de “Parchman Prison Prayer. Some Mississippi Sunday Morning” (2023). Los dos los ha grabado el productor Ian Brennan bajo el proyecto Parchman Prison Prayer, que en 2016 ya se encontró con una nominación en los Grammy –en la categoría de Best World Music Album– por el disco “I Have No Everything Here”, grabado en la cárcel de Zomba de la africana República de Malawi.
El primer corte nos sitúa en el escenario del crimen sin margen para la duda. Es una versión del “Parchman Prison Blues” que nos agarra como un mataleón y cuyos ciento veintisiete segundos nos retrotraen a aquel que en 1940 grabó el bluesman Bukka White en esa misma cárcel (enchironado por asesinato; disparó a un hombre en el muslo y murió), pero aquí servido como un salmo entonado por ánimas benditas dentro de un pozo en lúgubre procesión redonda. A partir de lo escuchado en ese disparo de salida, un desfile de doce temas más, ocho de los cuales no llegan a los dos minutos de duración, que se suceden como si fueran audios de diarios personales, algunos recitados, otros cantados, donde cada intérprete va soltando su llamada de auxilio, consuelo y dolor, en conversaciones con uno mismo o con la deidad de turno (en “Take Me To The King” un tal D. Justice se abre así en canal: “No tengo mucho que traerte, mi corazón está hecho pedazos, aquí está mi ofrenda”), a través de inyecciones de góspel y blues sin santos óleos, incluso con margen para la sorpresa (ese flipante “MC Hammer”, beatbox incluido, dedicado, sí, a quien le da título), que logran que los niveles de sentimiento, intensidad y compromiso admitan ser calificados de paranormales, pues durante todo el rato se nota que al otro lado todos están tras las rejas. ∎