Esa simplicidad y esa rabia se encuentran también, por supuesto, en su música y en su actitud. Ramones es la melodía pop de siempre pasada por el tamiz de las malas calles de Nueva York y de tiempos grises. The Beatles (Ramone era el apellido con que Paul McCartney y su esposa se registraban en los hoteles) y The Beach Boys eran sus referentes. Joey creía estar haciendo bubblegum (pop chicle), aunque es evidente que su grupo le dio una vuelta de tuerca a la música. Sí, el rock’n’roll primerizo, la
british invasion y la música surf eran juveniles y tenían energía a raudales, pero poseían también un cariz socialmente integrado e ingenuo. Ramones recogieron esa frescura y, con las malas influencias de Iggy Pop y los New York Dolls, le dieron un carácter rebelde. Lo que decían se podía decir más claro, pero no más alto, ni más rápido.
Ellos hacían punk porque si bien pop viene de popular y es el intento de elevar el gusto de las masas a la consideración de arte en mayúsculas, seguía siendo algo demasiado intelectualizado y sofisticado, y hacía falta un nuevo término para lo que hacían Ramones, música sin pretensión alguna, reducida a su mínima expresión: tres acordes, un bajo omnipresente, un muro de guitarra,
“el segundo verso, igual que el primero; el tercero, distinto al primero” (
“Judy Is A Punk”).
Aunque Ramones debutaron en el club CBGB en 1974, el contrato discográfico, con Sire, tardó dos años en llegar.
“Ramones” se grabó en diecisiete días en un estudio del Radio City Music Hall de Broadway por 6400 dólares. El bajo y la batería en un canal, la guitarra en otro, y la voz, repartida, a la manera antigua. El disco solo llegó al puesto 111 de la lista norteamericana de ventas, pero hizo que otras discográficas se animaran a fichar a grupos de esa órbita.
Salvo el toque más político que le dieron los ingleses, en “Ramones” está todo lo que sería el punk: velocidad, simplicidad, crudeza, inmediatez y sentido del humor.
No bullshit, como dicen en inglés. Rock’n’roll y punto. ∎