En un mundo regido por superestrellas del pop que se ciñen a cánones de belleza estrictamente reglados, la apuesta por la naturalidad que exhibe Remi Wolf resulta más que bienvenida y hasta refrescante. Cualquiera que la haya visto en directo –aquí pasó por Primavera Weekender en 2021, Primavera Sound en 2022 y como telonera de Olivia Rodrigo en Barcelona y Madrid el pasado mes de junio de este mismo 2024– sabrá de su apuesta por la naturalidad. Su imagen (tallas grandes, aspecto casual: chándal, camiseta, zapatillas y a correr) y la disposición de su escueta banda, apenas batería, bajo, guitarra y teclados, sin aditamentos superfluos, tiene correlato en sus discos (no hay más que ver esta portada), trufados de influencias diversas que rara vez funcionan como camisas de fuerza, sino como guías a las que ella trata de imprimir su sello personal. Casi siempre lo consigue, y aunque este segundo álbum admite baches en su trayecto, aumenta y mejora lo expuesto en su debut, “Juno” (2021). No sé hasta qué punto cierto prurito indie que aún se advierte en algunas de sus canciones puede alejarla de la primera división (en cuanto a popularidad) de las figuras a las que ha teloneado en los últimos años (Lorde, Paramore, la ya mentada Olivia Rodrigo) ni si las alcanzará algún día, pero el potencial comercial que aquí exhibe –no olvidemos que se dio a conocer en ‘American Idol’ hace diez años– no les anda muy a la zaga. El balance de este álbum es, en cualquier caso, algo irregular. Como sus conciertos. Sus 43 minutos podrían haberse quedado en unos treinta y pocos y apenas sobraría nada.
La cosa empieza estupendamente, con el funk radiante y un poquito ochentas de “Cinderella”, el estribillo certero de la gomosa “Soup”, realzando su pulsión disco, y la balada soul “Motorcycle”, que muestra su registro vocal más vulnerable y su admiración por Amy Winehouse, a quien ya rendía honores a su paso por el Palau Sant Jordi y el WiZink Center hace tres meses con su versión de “Valerie”. Matiza muy bien su discurso con los siguientes dos cortes, que suenan más contemporáneos que retro, gracias en parte a la firma compartida y la producción de Ethan Grushka (The Belle Brigade, Phoebe Bridgers) y Jack Demeo en un trabajo en el que el único productor casi omnipresente es su guitarrista y fiel escudero, Solomonophonic (Jared Salomon): “Toro” y “Alone in Miami” son sensacionales, y pueden recordar por igual a Caroline Rose, la escuela de Ariel Pink (sí) o Nilüfer Yanya. El primer desliz, a mi entender, llega a continuación con la plomiza “Cherries & Cream”, largo medio tiempo que en su intento por recrear los vapores psicodélicos de MGMT o Tame Impala se queda en un formulista terreno de nadie. A partir de ahí, el segundo tramo del disco no iguala las excelencias del primero, aunque retiene ideas francamente resultonas. El estribillo de “Kangaroo” es radiante, aunque apunte a ese AOR actual al que ya nadie llama AOR pese a que esencialmente lo sea (y está bien que así sea), y solo por ese tramo final tan art punk (un enloquecido saxo metido con calzador) ya se la puede exonerar. “Pitiful” es irresistible bubblegum pop de manual, muy disfrutable, hasta que el extraño apunte reggae de “Wave”, que desemboca en una explosión emo francamente obvia, me hace arquear un poco la ceja.
No debe ser casualidad que los últimos cuatro cortes del álbum sean, con diferencia, los menos reproducidos en Spotify (supongo que también incide la forma de escuchar discos en la actualidad): la guitarrera “When I Think Of You” me recuerda mucho a Soccer Mommy, la anodina “Frog Rock” me deja completamente frío, “Just The Start” es puro folk lo-fi en la onda de los Moldy Peaches y la banda sonora de la película “Juno” (no olvidemos que su primer álbum se llamaba igual) y el bonus track de “Slay Bitch” es un burbujeante guiño a la primera Madonna. Quizá aún falte para que la californiana nos regale un álbum redondo, pero hay aquí buenos momentos de excitación a poco que tengáis tiempo de picotear con detenimiento. ∎