La ambición, en el arte (y en tantas otras cosas de la vida), es un arma de doble filo: puede llevarte hacia cimas imposibles o hundirte en el más profundo de los abismos.
Para Sílvia Pérez Cruz la ambición siempre ha estado unida a su forma de entender la creación artística –solo hay que sobrevolar por su ecléctica y abundante discografía– y, por suerte para ella, siempre la ha guiado hacia lo más alto del horizonte de su talento.
“Toda la vida, un día” es, sí, su trabajo más ambicioso, un trabajo de riesgo que la de Palafrugell encara con valentía e ilusión, estrenando discográfica (Sony) tras varios años ligada a Universal.
Dividido en cinco movimientos, con la participación, entre instrumentistas y coros, de noventa músicos, “Toda la vida, un día” es un viaje circular por la infancia, la juventud, la madurez, la muerte y el renacimiento o, en otras palabras, “La flor”, “La inmensidad”, “Mi jardín”, “El peso” y “Renacimiento”.
Un disco que, según lo anotado Sílvia en el texto introductorio, “nace de la soledad con la voluntad de unir soledades”: la música como expresión íntima destinada a ser compartida en comunidad.
Cuerdas –guitarra, bajo, violín, chelo– enmarcadas en teclados, percusión, saxo, piano, órgano y flauta conviven con letras propias y poemas ajenos –de William Carlos Williams, Fernando Pessoa e Idea Vilariño– e invitados de postín –Carmen Linares, Salvador Sobral, Natalia Lafourcade, Pepe Habichuela, Diego Carrasco, Liliana Herrero, Carles Benavent, Marco Mezquida, Rita Payés…– siempre al servicio de la canción, evitando protagonismos inútiles, en un ciclo de composiciones interpretadas en catalán, castellano y portugués (y con recitado en francés, a cargo de la actriz belga Jenna Thiam, en la introducción y en “El teu nom”).
Como dijo Esteve Farrés en la crítica de “11 de novembre” (2012), el primer disco enteramente a su nombre, lo que ofrece Sílvia “no se trata de flamenco, ni de folk ni de jazz, aunque se alimenta de estas y otras músicas para construir algo único”. Sí, único: en sus partituras se redefine el concepto de canción y tradición para construir un nutritivo híbrido que únicamente le pertenece a ella, dueña absoluta de un camino que nadie transita por estos territorios.
“Salir distinto” te puede atrapar en sus redes de neoflamenco, “Mi última canción triste” se nutre de bolero y ranchera, el tema titular resuena a canción sacra, “Em moro” desbroza el concepto a capela, “Estrelas e raiz” baila sobre botánica brasileña, “21 de primavera” parece acariciar con polifonías africanas, “Ayuda (Martín)” –con el argentino Juan Quintero– exhala aliento de milonga... Y podríamos seguir, pero todo serían pobres e inútiles intentos de definir y etiquetar unas canciones proteicas que se nutren y alimentan de los vientos de los cuatro puntos cardinales para confluir en eso que ella llamó “género imposible” y que tan bien resume el texto del dramaturgo Pablo Messiez en “Nombrar es imposible”: “Nombrar es imposible / y puede ser bello / intentar lo imposible”.
“Toda la vida, un día”, por concepto, realización y resolución, es un disco hecho contra estos tiempos de velocidad y consumo instantáneo. Los pacientes, los ajenos a modas biodegradables, encontrarán aquí una de las mejores recompensas que puede ofrecer hoy la música. Porque, sí, “les cançons són immortals”. ∎