Apenas han pasado dos años desde la publicación de “Bright Green Field” (2021), primer álbum de Squid, trabajo informado por el funk rock, el free jazz o la electrónica ruidista. Era la culminación temprana de una carrera que apenas contaba con un puñado de singles y EPs. Ahora entregan “O Monolith”, otro poliedro sonoro que brilla con parecido fulgor supersónico, que incomoda y fascina a la vez, pero ensanchando la colorida paleta del quinteto de Brighton. Ya no encontramos capítulos de ocho minutos como “Pamphlets” o “Narrator”. Esta última canción fue votada por Rockdelux entre las mejores de 2021. Por el contrario, sí puede apreciarse una mayor variedad de arreglos, así como una potenciación de la dimensión vocal a pesar de que el álbum fuese compuesto como instrumentales durante la gira posterior a “Bright Green Field” y de que Ollie Judge, letrista principal del grupo, sufriese su primer bloqueo creativo con las palabras. Los vocoders y coros oraculares de “Siphon Song” o el dabadabadá surrealista de “If You Had Seen The Bull’s Swimming Attemps You Would Have Stayed Away” del cierre –se basa en la llegada de las ratas a las islas británicas– sintetizan la reincidente sensibilidad abrasadora de Squid.
La expresividad del grupo también se manifiesta en el uso de las guitarras de Louis Borlase y Anton Pearson –muy parecidas a la de Gabriel S. Arias en la última época de Mar Otra Vez–, como en las demoníacas “Undergrowth” –confinamiento y animismo–, “Devil’s Den” –caza de brujas en el siglo XVII– o “The Blade” –violencia policial–, o en los arreglos de jazz, muy presentes por ejemplo en estas dos últimas piezas. “O Monolith”, cuyo título sugiere un mundo alienígena y antiguo –los megalitos de Julian Cope y Kubrick–, es de nuevo un disco repleto de estructuras extrañas, texturas inquietas y cambios imprevistos. Squid no defraudan con el “problemático” segundo disco, conservando toda su capacidad para sorprender y convencer. Quizá menos de conmover, pero están en ello. No en vano, emplean el formato de canción –Judge aporta frescura, variabilidad y credibilidad vocal un poco a lo Black Francis– y recurren más al estrato de la melodía entre tanta textura rota y ritmo complejo. Podemos pensar en Can, Radiohead, Cabaret Voltaire, Sonic Youth. Pero la apasionante lija de folk industrial de Squid todavía resiste bien granulada.
“After The Flash” es otra de las piezas que permanece en la memoria con su ambientación a lo Bernard Herrmann en “Taxi Driver”, su ritmo persistente como de bolero de Ravel y la voz insidiosa de Martha Skye Murphy –ya aparecía en “Narrator”–. Este tema sintetiza lo mejor de Squid: uso imaginativo de la instrumentación, cohesión sonora, misterio y sensación de urgencia frente a algo que corre el riesgo de desintegrarse, pero que se recompone tras la catarsis. Lo que hacen Squid, que literalmente significa “calamar”, como sucede con el post-rock y otros géneros incómodos si están bien entendidos, es jugar al caos y a la reconstrucción, a la improvisación y a la aparente ausencia de reglas, a la apertura de sentido y a la diablura sónica. “Undergrowth”, uno de los adelantos digitales del disco, es también un buen ejemplo de eso que reconoces pero se te escapa de las manos. Squid superan la plancha ardiente del segundo disco con nota alta, un álbum más versátil aún que el primero, divirtiéndose y divirtiéndonos. Un trabajo que crece, se amplifica y se resiste al agotamiento a medida que lo escuchas. Veremos si lo del proyecto es el ancho océano o la remontada de un río cada vez más laberíntico y rocoso. Me da que lo primero. ∎