Depurando la simpleza de lo simple, a veces en infinitas versiones de canciones antiguas a la caza del enfoque ¿definitivo?, parapetado tras un conocimiento exhaustivo de cualquier tipo de música, con una memoria prodigiosa para delimitar canciones, estilos e intérpretes de todas las épocas, y a la usanza de su adorada Laurie Anderson para crear melodías rompecorazones sujetas a textos que se mofan sin piedad de esas melodías, Merritt desborda tablas y oficio al darle la vuelta, desde una aparente distancia, a sensaciones profundas con un dominio asombroso de las palabras. A veces, parece elegir la opción “me río por no llorar” y obliga a que admiremos incondicionalmente su fino ingenio para diseccionar con microscopio las cuestiones que dan sentido a la existencia. Otras veces, clava el alfiler hasta el fondo sin segundas lecturas ni paños calientes que alivien la herida. Tiene el pulso firme para escoger el tempo, el daño o la sonrisa, la magnitud de la tragedia o la comedia de un detalle imprevisto para mostrarse como un pequeño gran hombre de brillantes recursos proyectándose hacia una más que merecida leyenda futura.
Entre otras muchas cosas, algunas de ellas indescifrables para alguien ajeno a Merritt, el material de que consta “69 Love Songs” se compone de todo esto y bastante más: hilarantes bromas al respecto de los clichés del country y la tristeza; influencias de Lovecraft en las letras; depurados excesos a lo
crooner en cantantes invitados (Dudley Klute y LD Beghtol); eslóganes para la posteridad:
“Let’s Pretend We’re Bunny Rabbits”; amargos tratados de fuego de campo;
punk love conceptual; la primera aparición del Pantone 292 en una canción:
“Hay tantos colores en el mundo; es importante especificar”; rimas estúpidas:
“Reno Dakota I’m not Nino Rota”; rimas no estúpidas:
“And I’m so happy I could cry / Oh baby you know how to say goodbye”; rimas que desarman:
“Well I’m sorry that I love you / It’s a phase I’m going through / There is nothing that I can do / And I’m sorry that I love you”; aplicaciones de la ley de lo políticamente correcto sobre algún desliz de Irving Berlin; muestras de una posible antítesis del jazz; baladas indecisas con tendencia a lo clásico; palabras inventadas:
“boyfriendable”; las voces de sus amigas Shirley Simms (
“la mejor cantante viva”, según Merritt) y Claudia Gonson; epigramas poéticos; góspel
mainstream; astronomía improbable (
“Astronomy will have to be revised”) y astrología razonable (
“You need me like the moon needs poetry”); rendiciones a la fórmula New Order (bailable por fuera, triste por dentro); un
“Some of us can only live / In songs of love and trouble” sobre piano de principiante; una creíble seudo-“Graceland” sin presupuesto; un tardío homenaje
cheerlader a Washington D.C. vía amor
teenager; experimentos de vanguardia casera a lo escuela repetitiva; menciones a Gershwin, Sondheim o Porter; un guiño a Johann Sebastian Bach que al parecer no lo es; armonios agujereando la fórmula del blues; píldoras tecno de caja-de-música; reggae para anuncios de cerveza sin; tonada escocesa; simulacros de ambient; juegos repetitivos; melodramáticas postales de fin de romance a dos voces (y con diversión muda de fondo); sentencias vaporosas:
“Love is like a bottle of gin / But a bottle of gin is not like love”; bobaliconas odas folk a una guitarra acústica con poderes en el amor y una frase para la historia:
“Acoustic guitar, if you think I play hard / Well, you could have belonged to Steve Earle or Charo or Gwar”; y el resumen perfecto a tanto derroche en la paradoja que quizá mejor define muchos instantes de la vida:
“The night you can’t remember / The night I can’t forget”.