El nuevo disco de Tyler, The Creator parte de una premisa un tanto falaz. Tras el (casi) inesperado lanzamiento, el californiano compartió unas impresiones en las que subyace la génesis de su última creación: la idea de que, por miedo a ser filmadas y convertidas en meme, a sus amistades ya no les salía de dentro bailar en público. Una parálisis con la que no es muy difícil empatizar en un contexto social en el que el concepto de intimidad se puede ver cortocircuitado de múltiples maneras –una preocupación habitual en los momentos más emocionalmente paranoides de la discografía reciente de Tyler–. Pero pese a que a sus amigos les pueda costar mover el esqueleto, lo cierto es que en los últimos años se ha vivido una revitalización del baile dentro del hip hop. Un pilar cultural fundamental del género que, tras vivir sus mayores días de gloria en sus inicios, y aun no habiendo desaparecido nunca del todo –Soulja Boy y su “Crank That” como fenómeno protoviral en los dos mil; el abordaje club de Azealia Banks–, sin duda había perdido relevancia, convertido en accesorio ocasional del rap, una consecuencia más que un objetivo per se.
Sin embargo, como decía, múltiples ejemplos señalan su recuperación, desde la fagocitación Jersey del drill hasta HiTech abanderando la traslación de las barras al ghettotech, pasando por TisaKorean haciendo el tonto con el snap y el crunk, el tamiz dosmilero que YT aplica al jerk rap, o el futuristic swag colándose en un álbum tan masivo como el de Playboi Carti. También, por qué no, la irrupción del pogo en el imaginario de los conciertos de las nuevas generaciones, ya sea vía hip hop industrial, trap o la perversión final del rage. O, desde una vertiente más groovy, la ubicuidad de las producciones de tipos como Kaytranada en el R&B contemporáneo, infiltrando el hip house en propuestas como las de Aminé. ¿Representativos de un ecosistema tan inabarcable como el del hip hop contemporáneo? No. Pero sí de una pulsión más o menos generalizada a la que también han respondido en ocasiones dos de los titanes comerciales del género en la actualidad: por un lado, Drake y su acercamiento memético de la coreografía –siendo la infecciosa “NOKIA” su último éxito en este sentido–; por el otro, Kendrick Lamar con su aventura hyphy en “GNX” (2024), su disco más bailable –cada día envejeciendo mejor–, llevando a escenarios globales esa ratchet music que colegas californianos como YG o 03 Greedo impulsaron a inicios de la década pasada.
Queda claro, pues, que el baile está en boga en terrenos raperos, y que por lo tanto Tyler tiene la senda, o la pista, más que allanada para que “DON’T TAP THE GLASS”, su autodeclarado disco-de-baile, caiga de pie. Y lo logra, en parte, porque tampoco arriesga demasiado, rascando en los archivos de la música negra de baile y del hip hop de los años ochenta y noventa sin ceder a la indulgencia de la nostalgia, pero adaptando esas influencias a una pauta de estilo propia que ya viene un poco gastada. Cada una de sus nuevas diez canciones podría aterrizar sin problema en al menos uno de sus últimos cinco trabajos largos –sí, “Cherry Bomb” (2015) incluido–, pero eso no quita que conjuntamente consigan conformar un disco directo y divertido, perfectamente secuenciado, con el que Tyler aparca la densidad y la introspección del diario personal expuesto en “CHROMAKOPIA” (2024) para, aunque sea solo durante 28 breves minutos, sacarse las angustias de la mediana edad a golpe de cadera.
La declaración de Tyler es simple. Aquí no hay ningún concepto, tan solo las instrucciones que su voz robotizada enumera al inicio del disco, animando al movimiento corporal, a abandonar toda preocupación y a obedecer ese “no tocar el cristal” titular con el que el artista parece pedirnos que disfrutemos con él, pero sin molestarlo, manteniendo una sana distancia en la que todos podamos sentir el groove, Tyler incluido –“There’s a monster in it, don’t tap that glass”, advierte en el corte que da nombre al disco–. Un programa de mano un tanto innecesario teniendo en cuenta que losbangers y los ritmos dance ya se encargan de que esas directrices sean cumplidas por poco que el oyente esté predispuesto.
La idea de que Tyler lleva tiempo viviendo su evolución artística más desde lo estético y discursivo que desde una disrupción musical real respecto a su propia obra se agravó con su anterior trabajo. Aquí, en cambio, la sensación es completamente opuesta: el baile es el motor principal del proyecto y este Mario con miopía magna al que llama “Big Poe” no es más que una excusa para pasar de pantalla. “Right now, I’m Mario, pipe down”, enfatiza en el primer corte este alter ego confrontacional que tiene tanto del bragaddoccious del Sir Baudelaire de “CALL ME IF YOU GET LOST” (2021) como de la actitud de b-boy de LL Cool J; a eso le sumas un sample vocal de Busta Rhymes y el featuring de Pharrell Williams (Sk8brd es su alias) y el resultado es un tema que evoca simultáneamente varias líneas temporales del hip hop. Esa abrasividad inicial se repite en “Stop Playing With Me”, con el hardcore conviviendo con el imperio del subwoofer y los 808s llevándose la pista a la velocidad del Miami bass, así como en “Don’t Tap That Glass / Tweakin’”, derritiendo las posibilidades del twerk en lo que vendría a ser una evolución bounce de la celebrada “Sticky”.
Pero donde la cadena de oro de Tyler brilla más es en los momentos en los que se calza los patines y empieza a deslizar melodías bajo la bola de espejos. Como en la pegajosa “Sugar On My Tongue”, que con su desnudo electro-funk y las connotaciones sexuales de su letra se revela enseguida como la auténtica carta de presentación bailable del disco, en un viaje que otra vez va de los ochenta al presente pasando por los dos mil de Timbaland, y que en su uso del vocoder se geolocaliza en el G-Funk de la Costa Oeste. “Sucka Free” mantiene esa fórmula pero de forma menos urgente, más relajada y autoconfiada, con un estribillo de melosidad irresistible (“I’m that guy, tryna get my paper, baby / I’m that guy for everything”) y un desdoblamiento vocal de fondo que es como ver el talk box de Zapp orbitando en los noventa de Tupac. Un recordatorio de que Tyler chapotea bien a gusto en las aguas cristalinas del neosoul desde que descubriera las posibilidades de su música durante los años de “Flower Boy” (2017) e “IGOR” (2019). En “Ring Ring Ring” una línea de bajo invoca el groove desde el inicio, desplazándose del funk sintético a la música disco y al city pop a medida que se incorporan los arreglos de cuerda y las notas de piano. Algo así como el hip house de Channel Tres tratando de hablar por teléfono con el R&B de Janet Jackson.
Llegados al momento de la fiesta en que empiezan las deserciones –por cansancio, por desencanto– y solo quedan los románticos empedernidos, la tríada final de canciones sirve para recoger los ánimos y bajar progresivamente las revoluciones. En “Don’t You Worry Baby” la voz de la cantante Madison McFerrin acuna y promete el mundo a ritmo de Atlanta bass mientras Tyler se resiste a cerrar los ojos, insistiendo en el baile, el baile, el baile. Le sigue “I’ll Take Care Of You”, una nana sintética con punto fantasmal que se siente como si Mort Garson pinchara jungle melancólico en una discoteca en la que ya no queda nadie, con Yebba encargándose en este caso de conducir el mantra emocional del título y un sample vocal desenterrado de las catacumbas del Memphis rap poniendo un eficaz punto de contraste. Las luces se abren definitivamente con “Tell Me What It Is”, un tema que parece sacado de las sesiones de grabación de “IGOR” tanto por su synthfunk crudo y abatido como por la letra de un Tyler por lo visto todavía inseguro en los asuntos del corazón.
Patrones que se siguen repitiendo y que quizá se camuflan en el flexeo de la nueva máscara artística, en el enésimo envoltorio. Uno que, en cualquier caso, como mínimo se expande de forma honesta y sin ambages en su voluntad de propulsar ese sentimiento primario de la expresión corporal a través de la reunión del rap y el baile. Motivo suficiente para considerar que el noveno álbum de Tyler, The Creator, como ya es habitual producido de forma íntegra por él mismo –ese es, realmente, el verdadero flexeo–, es más un movimiento de libertad que un oportunista paso en falso. ∎