Quienes nos dejamos seducir a temprana edad por los bosques y neblinas del folk británico de los años sesenta acabamos teniendo, tarde o temprano, en el imaginario de las grandes leyendas, al club Les Cousins del Soho londinense. No inmediatamente: la seducción llegó por distintos caminos, fuera por JOHN MARTYN, NICK DRAKE, BRIDGET ST. JOHN, JOHN RENBOURN, SANDY DENNY o ROBIN WILLIAMSON, pero en algún momento del embriagamiento que nos fueron produciendo todos ellos, y otros, mezclados o superpuestos, aparecía tras las historias de sus inicios y sus hermanamientos el mito subterráneo de la escena folk, del que nunca terminábamos de saber mucho. A diferencia de Greenwich Village tan presente en los relatos de la eclosión de Dylan y todos sus acólitos, Les Cousins siempre quedaba como un nombre susurrado, los rasgos difuminados de un lugar secreto, mágico, mítico, en el que todos esos artistas básicos y grandiosos de la escena del folk británico en sus mejores tiempos tocaban y se intercambiaban influencias, colaboraban y se admiraban mutuamente, hacían allnighters y jam sessions en las que, dicen, llegó a aparecer una noche Jimi Hendrix, que estuvo tocando con la guitarra acústica de MICHAEL CHAPMAN mientras este dormía en su coche.
Les Cousins era un pequeño sótano en el número 49 de Greek Street al que se accedía desde un restaurante, Dionysus, cuyos dueños dejaron con todo entusiasmo y apoyo a su jovencísimo hijo Andy Matheou que regentara ese underground total que antes ya había funcionado brevemente como sala de conciertos de skiffle, pero que repentinamente atrajo y aglutinó a muchos de los que estaban llamados a ser un gigantesco tronco de la música británica, partiendo básicamente del folk y el blues, pero con muchas raíces y ramificaciones. Todo en los apenas siete años que estuvo en funcionamiento con este formato, entre 1965 y 1972.
Cuando hace un par de décadas se rescató la figura y la tremenda historia de JACKSON C. FRANK también resurgió a través de él la leyenda de Les Cousins. Incluso reaparecieron los únicos doce segundos filmados de Frank en directo, tocando allí, escaso testimonio en imágenes no solo del malogrado músico, sino de un local poco documentado, teniendo en cuenta la asombrosa nómina de nombres fundamentales que en él florecieron. Cuenta un fotógrafo que se desesperaba intentando captar allí imágenes de los músicos: el espartano local, que tenía poco más que unas sillas y unos bancos de iglesia que sustituyeron a las iniciales butacas, y un par de micros y unas fotos en la pared como escenario, y no daba para que tocara un grupo con batería, estaba escasamente iluminado y permanentemente lleno del humo de los cigarrillos de todo tipo. Las fotos resultantes eran difusas cual colocón, quizá más representativo del ambiente que allí se vivía que cualquier nitidez bien perfilada. Bueno, también hay algunas fotos limpias que completan esa hermosa fábula.
Por eso y por mucho más es muy pertinente esta recopilación en tres CDs con 72 canciones de los artistas que contribuyeron a hacer de Les Cousins un club tan especial, aunque en las inmediaciones hubiera otros. No son grabaciones allí realizadas, tampoco debe haber mucho material de ese tipo, aunque hace años se editó en CD un concierto de ROY HARPER (“August 30, 1969, Live At Les Cousins”, 1996), y hay un pirata de John Martyn grabado en el local en 1968. Se trata de reconstruir la historia en base a un testigo que formó parte muy activa de la escena, IAN A. ANDERSON (no confundir con el de Jethro Tull, siempre hay que decirlo), aunque sus excelentes discos no trascendieran como los de otros compañeros. El libreto presenta algunas páginas de la agenda de Andy en 1966, que podía incluir en una misma semana actuaciones de Van Morrison, BERT JANSCH y Sandy Denny, aparte de los que se iban sumando espontáneamente.
Con una canción (o dos) representativa (pero no la típica) de los artistas que pasaron por allí, escogida de esos primeros discos que reflejaban aquellos inicios en las carreras de todos ellos que en algunos casos luego cambiaron tanto, están CAT STEVENS, que entonces aún se hacía llamar Steve Adams, con “The Tramp” y “Portobello Road”, DONOVAN (“Sunny Goodge Street”), AL STEWART (“Manuscript”) o un PAUL SIMON (“I Am A Rock”) que recaló en Londres temporalmente en sus inicios y fue amigo e impulsor de Jackson C. Frank (“Milk And Honey”). No faltan representaciones de los nombres fundacionales de aquel local y aquella escena, de titánica obra posterior, aunque no alcanzaran el masivo éxito comercial pop como los anteriores: Bert Jansch (“Running From Home”), John Martyn (“Fairy Tale Lullaby”), Bridget St. John (“If You’ve Been There”), Nick Drake (“Northern Sky”), Roy Harper (“Sophisticated Beggar”), Sandy Denny (“You Never Wanted Me”), John Renbourn con diferentes cantantes femeninas –como la insólita voz negra en aquel lugar de DORRIS HENDERSON (“Strange Lullaby”)–, Michael Chapman (“No Song To Sing”) o THE INCREDIBLE STRING BAND (“No Sleep Blues”), o quien fue inspirador de todos ellos como guitarristas, DAVY GRAHAM (“Maajun, A Taste Of Tangier”), solo o con SHIRLEY COLLINS en su fundacional álbum a dúo (“Nottamun Town”).
Es reconfortante ver en igualdad de condiciones a quienes no tuvieron tanta suerte o capacidad para continuar carreras frondosas, y que no han visto restaurados su importancia y su talento hasta décadas después: SHELAGH McDONALD (“Silk And Leather”), ANNE BRIGGS (“Living By The Water”), STEVE TILSTON (“I Really Wanted You”), WIZZ JONES (“See How The Time Is Flying”), DAVE EVANS (“Grey Lady Morning”), HAMISH IMLACH (con la emocionante “Black Is The Colour”) o quien tuvo entre sus fans a The Beatles o Bob Dylan, SPIDER JOHN KOERNER (“Good Luck Child”).
Pero esta espléndida panorámica va más allá, y se fija en los precedentes de folk tradicional que convivieron con todos estos innovadores, como THE YOUNG TRADITION (“The Banks Of Claudy”) y THE WATERSONS (“The Holmfirth Anthem”); en los que vinieron de Estados Unidos a influir decisivamente en quienes ya estaban mirando con avidez hacia la otra orilla, como TOM RUSH (“Joshua Gone Barbados”) y TIM HARDIN (“IF I Were A Carpenter”); en los que llegaron de forma intuitiva a Londres desde Escocia, Liverpool o Bristol, para hacer confluir de forma casi mágica todo este melting pot, que también estaba cargado de blues, con MIKE COOPER (“Bad Luck Blues”) o la cantante JO ANN KELLY (“Moon Going Down”), aparte de las influencias del género que ya arrastraban Jansch, Martyn y demás. Y que daría ramificaciones hacia el baroque pop al querer sofisticar sus primeras oportunidades de grabar un disco, y por eso están representados THE PICCADILLY LINE (“At the Third Stroke”) o AL JONES (“Come Join My Orchestra”).
Aunque no haya material inédito, el recorrido está tan bien entretejido y da tantas pistas en los concisos textos que explican cada canción que esta panorámica tan amplia como coherente es una inmersión fascinante, incluso para los más avezados, en la increíble, influyente e inagotable creatividad en comunidad que se gestó con unas voces y unas guitarras acústicas en las tardes y noches de aquel pequeño, oscuro y recargado sótano que, dicen, tomó el nombre de la película de Claude Chabrol de 1959. ∎