Estamos reseñando el cuarto álbum de estudio que Zach Bryan publica desde 2019. Dieciséis canciones y cincuenta y cuatro minutos y medio. El anterior, “American Heartbreak” (2022), el primero con un sello grande, contenía treinta y cuatro canciones y duraba dos horas y un minuto. Parece que el muchacho (27 años cumplidos en abril: miembro de la Armada estadounidense desde que tenía 17 hasta los 25) se está intentando controlar. Pero, aun y así, es un lago desbordándose cuya corriente, sus canciones, van empapando de old school country este mundo moderno nuestro. Influenciado, eso dice, por Jason Isbell, Turnpike Troubadours y Tyler Childers, sus composiciones a veces suenan como salidas de algún viejo porche profano, otras se escapan de demos de cuatro pistas, las hay que no saben si decantarse por la épica o la aspereza de la emoción cruda y en esa duda, en esa mezcla, encuentran, encontramos, el nirvana. Es cierto que, como algunos han escrito, le tira darse un atracón de drama, pero no lo hace siendo autocomplaciente, sino que se va zambullendo en la escala de grises, a veces hasta con sentido del humor (“soy una ladera autodestructiva, si tú quieres ser mi colina”, canta en “Spotless”), mientras se va interrogando, y nos interroga, sobre la facilidad con que este mundo nos corrompe –que si el amor y sus limitaciones, que si el alcohol que no ahoga las penas y las hace flotar; ese tipo de cosas– y cómo agarrarnos a las fuerzas que pueden evitarlo. O frenarlo. Grande. ∎