Clive Rosfield: la madurez de Square Enix. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
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“Final Fantasy XVI”: el precio de creer en la humanidad

Mientras la alta fantasía, aquejada del mal de exposición, busca asentar su lugar en la cultura popular, la mítica saga de videojuegos de Square Enix vuelve la vista al género buscando rememorar la gloria de sus mejores años con una decimosexta entrega que se entrega a dramas más maduros y a la resistencia hope-punk mientras reinventa su fórmula, abandonando definitivamente los turnos, enfocándose en la acción en tiempo real y asumiendo la identidad de un hack and slash.

En el expositor de trofeos de Clive, el protagonista de “Final Fantasy XVI” (Hiroshi Takai y Kazutoyo Maehiro, 2023) no cuelgan espadas, cabezas de monstruos o reliquias de dioses derrotados. Cuelgan objetos sencillos y cotidianos que le recuerdan lo bueno que ha ido haciendo por los demás, desinteresadamente, a lo largo de la historia. No son un recuerdo de los obstáculos superados, sino un reflejo de los vínculos que vamos creando, testigo de nuestra implicación con el mundo y con los seres que lo habitan. La copa de un mentor, una jarra de hidromiel compartida con un amigo, una bonita maqueta, una pluma o una corona de margaritas. Cosas que nos recuerdan que lo importante no es el orden que pretendemos deponer, sino el mundo que, sobre sus cimientos, queremos construir. Obviamente esta es la intención de la nueva entrega numerada de la mítica saga de Square Enix: pese a las peleas espectaculares de más de veinte minutos contra titanes, megadragones, fuerzas alienígenas que trascienden el espacio y el tiempo y demás movidas gigantescas, te quedas con las pequeñas cosas, con esos pequeños actos que, en suma, pueden llegar a cambiar el mundo más que las grandes batallas.

Este optimismo exagerado se ha calificado últimamente, en la comunidad literaria, como “hope-punk”. Sumidos en distopías cruentas y oscuras como la de la serie televisiva “El cuento de la criada” (Bruce Miller, 2017-) o ante el auge de las derechas y lo reaccionario que vivimos en nuestras propias carnes desde el fenómeno Trump –por no hablar de pandemia y guerras–, la verdadera resistencia está en continuar luchando, a pesar de toda adversidad, por unos ideales y un mundo más justo, apelando a la comunidad y demostrando fe en la humanidad.

No es nada nuevo, la propia saga de “Final Fantasy” (1987-) lo ha ejemplificado siempre muy bien, alcanzando cotas altísimas para el género de la alta fantasía como “Final Fantasy VI” (Yoshinori Kitase y Hiroyuki Itō, 1994), “Final Fantasy VII” (Yoshinori Kitase, 1997) y “Final Fantasy IX” (Hiroyuki Itō, 2000). “El cuento de la criada” no es más que una adaptación de la novela de 1985 de Margaret Atwood, publicada en una época en la que Terry Pratchett, a la postre uno de los grandes representantes de este enfoque optimista, ofrecía los primeros libros de la saga “Mundodisco” (1983-2015). En aquel tiempo, también el cine empezaba a fijarse en la fantasía como nuevo fetiche para los amantes del despliegue técnico: después de “Star Wars. Episodio VI: El retorno del Jedi” (Richard Marquand, 1983), a la vista del éxito de “Cristal oscuro” (Jim Henson y Frank Oz, 1982) y la saga “Conan” (John Milius y Richard Fleischer, 1982-1985), la ciencia ficción cedió el testigo a cintas como “Lady Halcón” (Richard Donner, 1985), “Dentro del laberinto” (Desmond Saunders, 1986), “La princesa prometida” (Rob Reiner, 1987), “Willow” (Ron Howard, 1988) o “La historia interminable” (Wolfgang Petersen, 1989).

Es una visión que, en el fondo, hunde sus raíces en J. R. R. Tolkien y que caló muy hondo en el mundo pos 11-S gracias a la fabulosa adaptación de la trilogía de “El señor de los anillos” (2001-2003) realizada por Peter Jackson. También, siendo justos, a través de la versión cinematográfica (2001-2011) de la saga de libros de “Harry Potter” (J. K. Rowling, 1997-2007), pero según entrábamos en la década de 2010, en plena crisis económica, ese “poptimismo” fantástico comenzaba a quedarse naif. Una reacción, un backlash, que ya se dio en el mundo de la literatura durante los noventa a través de la obra de Paul Kearney –“Las monarquías de Dios” (1995-2002)–, de Steven Erikson –“Malaz. El libro de los Caídos” (1999-2011)– y, cómo no, de George R. R. Martin –“Canción de hielo y fuego” (1996-)–, todos convencidos anti-Tolkien no tanto en lo formal como en lo intencional: a ellos se atribuye el verdadero inicio de la fantasía oscura, la crudeza, la perversión, el nihilismo y la podredumbre de la raza humana –lo que empezará a conocerse como “grimdark”– y que tendrá su eco en la obra de grandísimos escritores contemporáneos como Brandon Sanderson y Joe Abercrombie.

Con el desmesurado éxito, inesperado o no, de “Juego de tronos” (David Benioff y D. B. Weiss, 2011-2019), la adaptación televisiva de la obra de Martin, o con la quinta entrega de la saga de videojuegos “The Elder Scrolls” –“Skyrim” (Todd Howard, 2011)– convirtiéndose en uno de los mayores triunfos de Bethesda, el camino del mainstream se abría para la oscuridad, pero en general se abría toda una época de popularización masiva de la alta fantasía. Ahí están “The Witcher 3. Wild Hunt” (Konrad Tomaszkiewicz, Mateusz Kanik y Sebastian Stępień, 2015), videojuego basado en la “Saga de Geralt de Rivia” (1992-2013) del escritor polaco Andrzej Sapkowski; el retorno de la saga “Zelda” (Shigeru Miyamoto y Takashi Tezuka, 1986-) a sus días de gloria con “Breath Of The Wild” (Hidemaro Fujibayashi , 2017); el viraje hacia la mitología nórdica de “God Of War” (David Jaffe y Cory Barlog, 2005-)… Sin olvidarnos de todo el camino del nicho a las masas recorrido a lo largo de la década por Miyazaki y FromSoftware desde “Demon’s Souls” (Hidetaka Miyazaki, 2009) a un “Elden Ring” (Hidetaka Miyazaki y Yui Tanimura, 2022) cuyo world building, por aquello de cerrar círculos, está diseñado por George R. R. Martin.

“Final Fantasy XVI”: saga que forma parte de la historia.

¿Dragones o mazmorras?

Del mismo modo que es evidente que el fenómeno “Juego de tronos” dinamitó el éxito masivo de la alta fantasía, también lo es que representa, en sí misma, su propia decadencia y su curvatura hacia la teatralidad que ofrecen tanto la acción como sus clichés más sórdidos. Cuando los productores de la serie se quedaron sin libros en los que basarse para poner punto final, cada vez más distanciados creativamente de Martin, los momentos climáticos pasaron de ser contundentes y cortantes amenazas o bodas rojas –con su silencio, su minimalismo y su crueldad enmudecedora– a batallas sin sentido sustentadas tan solo en la millonada invertida. Y remito a este preciso análisis de Diego Salgado y Elisa McCausland para Rockdelux al hilo del estreno el año pasado de “El señor de los anillos. Los anillos de poder” (J.D. Payne y Patrick McKay, 2022-) y “La Casa del Dragón” (George R. R. Martin y Ryan Condal, 2022-) para continuar mi argumento: la presión de mantener la atracción para el público masivo en equilibrio con la satisfacción de un hardcore fandom vestigio de los tiempos de nicho ha terminado dejando a la alta fantasía un poco en tierra de nadie, sin saber muy bien si el público quiere dramones o dragones, intrigas o acción y efectos especiales o sutiles conversaciones en alcobas oscuras y mazmorras.

Lo que está claro es que “funciona”. Así que es lógico –o al menos comprensible– que, después de años de bandazos y un intento relativamente fallido de abrazar su parte más cyber, la saga “Final Fantasy” eche la vista a los orígenes, aproveche el tirón de los rollos medievales y vaya en busca de su versión más cruda en su decimosexta entrega. El “Dark Souls” de los “Final Fantasy”, parecían sugerir, entre líneas, los primeros tráilers. Un juego cuyo hype podía compararse al suscitado por “Elden Ring”, “God Of War. Ragnarök” (Eric Williams y Cory Barlog, 2022) o “The Legend Of Zelda. Tears Of The Kingdom” (Hidemaro Fujibayashi, 2023), alineado con gustos y sensibilidades más “adultas”. Para lograrlo era tan necesario mirar dentro de casa como rastrear la relevancia y la influencia reciente de sus grandes sucesores espirituales. Y, finalmente, ni trampa ni cartón: “Final Fantasy XVI” no esconde ninguna de sus lecciones, todo lo contrario. Las luce con orgullo y las combina para realizar lo que más allá de las formas es un homenaje a la saga desde un lugar nuevo para ella.

Las puertas se abren como en los souls, la estructura del gameplay y del mapa tiene mucho que ver con “Tales Of Arise” (Hirokazu Kagawa, 2021), y el modo en que la historia va de lo ínfimo a lo descomunal no es sino un reflejo más del influjo de “Attack On Titan” (Tomoyuki Kitamura, 2016). Pero mientras “Elden Ring” pone en el jugador la responsabilidad de juntar las piezas de la historia a través de una narrativa obtusa pero absolutamente emergente, “Final Fantasy XVI” recurre al carril y a la cámara, invalidando cualquier posible interpretación. Y donde “Tales Of Arise” abraza sin complejos su identidad puramente japonesa –la “j” del jrpg, que convendría recordar no es excluyente a la “a”; se puede ser un “action” rpg sin dejar de ser “japanese”–, “Final Fantasy XVI” se queda muchas veces a medio camino entre el desfase y la espectacularidad, el delirio todovalístico nipón y esa solemnidad, aspereza y naturaleza deliciosamente anticlimática de las fantasías medievales.

Supongo que es consecuencia de tratar de limar todas las características más exigentes o duras del género para hacerlo más digerible para el público generalista. Pero más allá de las contradicciones intrínsecas que esto muchas veces provoca, por situarse demasiado en el epicentro de esa tierra de nadie, “Final Fantasy XVI” consigue zafarse inteligentemente –y de forma muy orgánica– de algunos de sus tópicos más rancios, introducir una gran diversidad y elevarse, en fin, como un juego excepcional que logra su principal propósito: devolverle vidilla a la saga gracias a un sistema totalmente nuevo enfocado en la acción. Tomar las habilidades clásicas de “Final Fantasy V” (Hironobu Sakaguchi, 1992) y trasladarlas al combate en tiempo real, abandonar definitivamente los turnos y adaptar a un setting más maduro y más oscuro tropos de la saga como los chocobos, los cristales, los moguris, los barcos voladores, las invocaciones o los oficios.

“Desfaciendo agravios, enderezando entuertos, acorriendo viudas y limpiando la tierra de dragones y malandrines”. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
“Desfaciendo agravios, enderezando entuertos, acorriendo viudas y limpiando la tierra de dragones y malandrines”. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved

Un “Final Fantasy” de siempre, como nunca

Las dos horas de demo lo dejaban todo bastante claro. Funcionando como una especie de prólogo para la historia principal, cuentan los sucesos que dinamitan la trama y adoptan un formato absolutamente narrativo: todo en ellas está pensado para hacer entender los pactos y traiciones que están a punto de suceder y dispuesto, de combate en combate –a cuál más espectacular; cuando entran en escena los Eikons y los Dominantes la épica llega a niveles pocas veces vistos antes en un videojuego– para el deslumbre visual. Pero el jugador termina limitándose a ver muchísimas cinemáticas –dicen por ahí que se acercan a las quince horas en un juego cuya historia principal está en torno a las treinta y cinco o cuarenta; mi primera partida completada al 100% fue de sesenta horas–, a responder algún quick time event y a empujar el joystick hacia delante a través de niveles completamente lineales. Y fue precisamente esa sensación de ausencia de libre albedrío en lo que a priori es un juego de rol de acción lo que sembró las primeras dudas, aparte de un rendimiento por debajo de lo esperado que no lograba alcanzar los 60 fps y que pecaba de un acusado motion blur.

Lo cierto es que la performance, jugando en modo resolución con el desenfoque visual bajado el mínimo, finalmente sí que aguanta el tipo, sobre todo en los momentos más descabellados –no olvidemos que la mayoría de cinemáticas y locuras se han hecho in-game, con el motor del juego–. Y poco a poco, muy poco a poco, “Final Fantasy XVI” te va soltando la mano y te deja agradablemente sumergido en un mundo rico y diseñado con profundidad desde la más absoluta simpleza. Es interesante, de hecho, cómo se toma en serio el homenaje que pretende ofrecer a los rpg clásicos y a los propios clichés de la saga desde un enfoque que no tiene nada que ver con el rpg. Los pueblecitos, por ejemplo, son pequeños para las escalas que el mundo maneja, abstractos en cierto sentido, como buscando emular las sensaciones del píxel, de las 2-D y los 16-bits. Están llenos de cositas y se desenvuelven a través de misiones secundarias de una manera similar a las viejas fórmulas de la saga: llegas al lugar, un npc te manda a dar una vuelta, conoces la tienda o la enfermería y descansas una noche for free en la posada. El problema radica en si es una buena decisión etiquetarlas precisamente como misiones secundarias, básicamente por cómo te relacionas con ellas: las misiones no dejan de ser puntos en un mapa, tareas a tachar en una lista, y es muy fácil que se enfrenten desde el tedio y no tanto desde la curiosidad, un balance con el que el juego tiene que luchar durante todo su desarrollo, pero muy especialmente durante las primeras horas.

El mundo, Valisthea, evoluciona con la historia y crece con nosotros. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
El mundo, Valisthea, evoluciona con la historia y crece con nosotros. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved

Linealidad con altibajos a través de una profunda Valisthea

Por su naturaleza deliberadamente narrativa, lo mismo sucede con la historia principal. Todo está señalado y estructurado en dientes de sierra, de forma que te centres por completo en una misión principal –donde el juego despliega toda su grandilocuencia y su imponente poderío visual superando cota tras cota de fantasía épica gamer– para enfrentar luego un valle de misiones secundarias que te llevan recorrer los rastros que los acontecimientos principales de la historia van dejando en el resto del mundo. Poblados en guerra, invasiones, movimientos políticos, la aparición de acumulaciones de éter y criaturas akásicas… los seis reinos, aunque se desplieguen ante el jugador de manera bastante pasillera y luzcan un diseño de niveles prácticamente nulo hasta el último cuarto, se mueven con la trama y demuestran estar vivos; las conversaciones y preocupaciones de sus habitantes cambian.

Pero, como reflexionaba antes, todo está motivado por el ansia de cumplimentar una hoja de recados más que por la propia curiosidad que Valisthea aspira a despertar en nosotros. Para desbloquear la historia secreta de Zephyr –el Cid de “Tales Of Arise”– tienes que forjar al máximo el vínculo con su hijo y seguir una serie de sencillas quests para acceder a su recuerdo y... ¡pegarle una paliza en forma fantasma! Y nada de un boss normal: es el boss final secreto del juego –uno de ellos–, está en nivel 100 y derrotarlo, per se, se siente como una recompensa. Pero en “Final Fantasy XVI” estas escenas son el premio a misiones del tipo “coge este ítem clave y llévalo a esos tres puntos verdes del mapa”, como si ese gesto demostrara tu interés por este mundo en descomposición guiado por la rebelión. “¡Oh, bien! Estás interesado, toma esta bonita cinemática”.

Por el camino, y a pesar de grandes aciertos como la guía de términos humana que es Harpócrates, las clases de Vivian –escenas completas que explican sobre plano la línea temporal– o la mecánica de lore en tiempo real para estar siempre bien situado en la trama, el juego pierde muchas oportunidades de contarte lo que le sucede al mundo de una manera mucho más emergente, desplegándose ante el jugador de forma orgánica y no tan vaga.

Hay un tipo de misión que se reproduce en los tres reinos principales, por ejemplo, que implica ayudar a un historiador local a recopilar datos de la zona: seguirle a través de dos, tres objetivos mientras te va dando datos y detalles del lore… y lo que representa en el fondo es cómo va quedando en nosotros la sensación de que no habrá nada interesante por lo que merezca la pena deambular allá por donde vayas mientras no haya encima de su icono en el mapa alguna marca verde de misión. En lugar de satisfacer la vocación exploratoria –la mayoría de equipamiento y armas se fabrican en el herrero y se van desbloqueando conforme avanza la historia y no hay recompensas “reales” salvo por completar alguna misión secundaria marcada previamente con un “+”–, “Final Fantasy XVI” peca de poner a Clive a ejercer prácticamente de recadero.

¿Y quién te salva a ti, Clive? © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
¿Y quién te salva a ti, Clive? © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved

El sacrificio de un héroe

Pero Clive es un recadero con superpoderes, algo un poco contradictorio, no como el Porter Bridges de “Death Stranding” (Hideo Kojima, 2019), con el servicio como verdadero fin. El protagonista de “Final Fantasy XVI” tiene una misión gigantesca, casi sobrenatural, marcada por la intervención de las fuerzas del destino y de entidades cósmicas, y su compromiso con Valisthea siempre es superior a los pequeños detalles. O mejor: siempre los eclipsa. Por mucha implicación que Clive tenga con el mundo, la destrucción es necesaria en “Final Fantasy XVI”, es colateral, y esa ambición masiva, ese maximalismo, la justifican: todo es peaje para lograr un bien mayor, un bien absoluto, y al final sus habitantes terminan dándonos un poco igual. El propio Clive es vehículo de la destrucción, un pensamiento que lo atormenta durante toda la historia pero que queda especialmente claro cuando regresa con Jill a Rosaria y contempla el gigantesco cráter que dejó tras su pelea como Ifrit contra su hermano Joshua en forma de Fénix.

Si “Final Fantasy IX” te dejaba descubrir poco a poco un mundo bisoño y tierno en el que parecía que todo –pese a los villanos, la ambición y las luchas de poder– iba a ir bien, “Final Fantasy XVI” arranca in media res con la destrucción por hilo conductor, restándole impacto emocional a sus momentos más duros. En uno, el primer genocidio es un golpe letal que cambia por completo el ánimo del título y que genera en el jugador un devastador impacto emocional; en el otro, un capítulo más de la historia. Y sin embargo, cuando en uno Yitán regresa mágicamente de entre los muertos poniendo el final feliz en primer lugar, en el otro es la muerte de Clive, su sacrificio final por la humanidad, inesperado dentro de tanta fanfarria –no tanto como le sucede a Noctis en “Final Fantasy XV” (Hajime Tabata, 2016), cuyo destino está más preparado–, lo que te termina rompiendo el corazón.

El videojuego del año 2000 también supuso, como este, un regreso a los orígenes de la fórmula en forma de cuento y sentó las bases del modelo que sigue, un rollo “alta fantasía medieval goes ciencia ficción cósmica” que también marca el desarrollo de “Tales Of Arise” –y que, no olvidemos, supuso la mayor digresión respecto al material original de “The Witcher 3. Wild Hunt”–, así que es inevitable volver a él. Y mientras en este último el sacrificado es el mundo y la lección es para nosotros, en “Final Fantasy XVI” todo el sacrificio es de Clive –del único personaje que controlamos– y la lección es para el mundo. Nosotros pasamos a ser Torgal aullando a la luna: un espectador vinculado emocionalmente con una historia de final bastante agridulce. En esta nueva entrega todo parece ir en la línea de la avalancha, del sobrecogimiento y del bombardeo emocional.

Es algo que se refleja en la música, sin ir más lejos. Masayoshi Soken ha hecho, de nuevo, un trabajo impresionante, pero es muy posible que su grandilocuencia distraiga de lo verdaderamente importante: se ha perdido personalidad en la partitura, un vínculo con los personajes y los temas de la historia… simplemente estructura el camino de la epicidad y no nos permite ahondar en las particularidades emocionales de los protagonistas.

Las misiones secundarias: los árboles que no dejan ver el bosque. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
Las misiones secundarias: los árboles que no dejan ver el bosque. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved

¿Cómo contamos las historias en un videojuego?

El mundo, como digo, está muy bien crafteado, es muy bonito ver su evolución y la historia es de las mejores de la saga, más enfocada a un público más adulto, con un Clive en su primera madurez –que sigue la línea en su momento fallida que siguió Square Enix con “Vagrant Story” (Yasumi Matsuno, 2000), por cierto– y una relación romántica explícita entre los protagonistas que se aleja del preciosismo de la mantenida por Yuna y Tidus en “Final Fantasy X” (Yoshinori Kitase, 2001), entre otras cosas más relacionadas con el propio guion, las motivaciones de los distintos personajes y las lecciones que de sus acciones se extraen. Pero el verdadero problema está en la forma en la que tú te relacionas como jugador con ese mundo.

Y creo que ahí está la fortaleza de las grandes cumbres de la alta fantasía y de los propios “Final Fantasy” grandes del pasado: no tanto su mundo o su historia, sino cómo la historia se relaciona con el mundo y cómo este está diseñado para que tú te relaciones con él. Eso es, quizá, lo más bonito que tienen los rpgs. El tutorial de combate camuflado en una obra de teatro de “Final Fantasy IX”. Adentrarse en los sueños de los personajes de “Final Fantasy VI” –especialmente en las tragedias personales de Celes y Cyan– o el gameplay integrado en la mítica escena de la ópera. Los jefes que te trolean, como Galuf en “Final Fantasy V” –que continúa luchando con 0 HP–, Ultros en el “Final Fantasy VI” o distintas apariciones de Gilgamesh. Esos grandísimos momentos en los que el combate se convertía en la excusa para estructurar una historia: la experiencia trascendental y filosófica de Kefka en “Final Fantasy VI”, el bom detrás de Steiner en “Final Fantasy IX”.

Y “Final Fantasy XVI” –probablemente en aras de esa búsqueda masiva de público, no olvidemos que es el primer gran buque insignia exclusivo de la PlayStation 5, el primer vende-consolas en toda regla de esta generación– termina descansando todo su peso en la acción, acción, acción. Que es fundamental, obvio, porque la épica y la espectacularidad son intrínsecas a la alta fantasía –no tendríamos “El señor de los anillos” sin la batalla del Abismo de Helm, por ejemplo–, pero la maestría está en saber encontrar el equilibrio, como demuestra con creces la saga de “Canción de hielo y fuego” o –por citar solo algunos ejemplos– una “Attack On Titan” con la que ya hemos dicho “Final Fantasy XVI” tiene mucho que ver, especialmente en lo que respecta a las escalas. La acción, ahí, es un mecanismo más de la narración, no el fin en sí mismo.

Torgal, tu fiel can, es el único personaje que te acompaña a la lo largo de toda la historia. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
Torgal, tu fiel can, es el único personaje que te acompaña a la lo largo de toda la historia. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved

No se puede gustar a todos… salvo que seas Torgal

Esta necesidad de hacer las cosas digeribles y para todos los públicos también se plasma, quizá donde más, en la dificultad. Clásicamente los “Final Fantasy” prescindían del selector, ya que la dureza de los obstáculos se basaba simplemente en tu nivel contra el del adversario. Es así cómo se gestionaba la apertura o la dirección del mundo –y de la historia, en definitiva–. Al ser combate por turnos, por muy hábil que el jugador fuera estratégicamente o con el mando, si se enfrentaba a un boss de nivel 60 con un party incompleto de nivel 30 es muy probable que no saliera bien parado: todo se basaba en un tradeo, en un intercambio de estadísticas. En “Final Fantasy XVI”, con un combate orientado casi exclusivamente a la acción en tiempo real, el jugador puede superar escollos de muchísimo nivel estando muy por debajo. A excepción, quizá, de las escorias de clase S, todo se puede gestionar gracias a la esquiva perfecta y en función de la destreza de cada uno.

Una idea un poco contraproducente: para desbloquear la dificultad más alta, el juego te obliga –como “Final Fantasy VII Remake” (Tetsuya Nomura y Naoki Hamaguchi, 2020), a quien sigue espiritualmente, al menos en parte– a completar la historia en una de las dos dificultades estándar: fácil y normal; Historia y Acción. Pero la más difícil inicialmente, Acción, realmente no te exige prácticamente curarte en todo el juego, exceptuando en los combates finales; en esos, la simple posibilidad de hacerlo rompe todo equilibrio: si por lo que sea terminas muriendo, el juego autoguarda la batalla según van avanzando las fases y te respawnea con todas las curas al máximo. ¿El resultado? Efectivamente, Clive es inmortal. Entiendo que la experiencia está planteada para que todo el mundo pueda disfrutarla, pero no entiendo que, teniendo disponible un modo enfocado a la historia y, para cualquier modo, unos modificadores en forma de hasta tres accesorios equipables que automatizan la esquiva –los combos de ataque o la ayuda de Torgal, tu fiel can, el único compañero constante a lo largo de todo el juego– se anule toda ilusión de desafío en el modo normal. Sobre todo porque, al final, lo que sale peor parado de este enfoque es el combate, que al mismo tiempo es el mayor sustento del juego por encima incluso de su historia.

Luz, fuego. Destrucción. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved
Luz, fuego. Destrucción. © Square Enix Co. Ltd. All Rights Reserved

A tortas con la fórmula: actuar antes que pensar

La premisa al respecto estaba clara desde el principio y ya lo hemos ido repasando: dar un volantazo a la fórmula, abandonar los turnos, reducir la densidad rpg y centrarse en ofrecer un combate en tiempo real con aires de hack and slash que eclipse cualquier reacción purista. Para ello, el productor Naoki Yoshida ha contado con un director ajeno hasta entonces a la saga –Hiroshi Takai, conocido básicamente por “The Last Remnant” (2008)–, pero sobre todo con un dream team para diseñar el sistema de combate dirigido por el veterano de Capcom Ryoya Suzuki –responsable de la saga “Devil May Cry” (Hideki Kamiya, 2001-2019) y de “Dragon’s Dogma” (Hideaki Itsuno, 2012)– y con la asistencia de los equipos de Tai Yasue para “Kingdom Hearts” (Tetsuya Nomura, 2002-2020) y de Takahisa Taura para Platinum Games –maestros del hack and slash con títulos como “Bayonetta” (2009-) o “NieR:Automata” (Yoko Taro, 2017-2022) en el currículum–.

Y el resultado es una verdadera maravilla, aunque por el camino se hayan llevado cualquier ápice de estrategia, gestión y planificación. Obviamente, y siguiendo el ejemplo de Capcom, hay estadísticas de daño y todas se reflejan en pantalla, al igual que la calificación de los combos, pero la gracia es que realmente estas estadísticas están en su mayoría exageradas y no dan una información verdaderamente útil para el jugador, sino que están ahí para reflejar los desvaríos de las secciones y batallas más alucinantes: el viejo 9.999 en el que se capaban los golpes del arma Artema en “Final Fantasy VI”, por ejemplo, ahora es un puñetazo de 999.999 puntos de daño scripteado en la cara de Artema. Todo va a más en esta entrega, pero paradójicamente también a menos.

En cualquier caso –y como demuestran otros juegos de la saga con sistemas semejantes, fundamentalmente “Final Fantasy XII” (Hiroyuki Itō, 2006) y, como ya hemos dicho, “Final Fantasy VII Remake”–, no es tanto la orientación a la acción en tiempo real lo que destruye el componente estratégico como, por un lado, la ausencia real de un sistema de magias –que anula incluso la relevancia de las fortalezas y debilidades elementales, apenas significativas– y, por otro, la preferencia por un protagonista único en contra de un party completo –con lo que implica a nivel de configuración–.

Sí hay una cierta estrategia en los multiplicadores y en cómo se gestionan las barras de resistencia y vida de los enemigos más poderosos: hacia la mitad de la primera hay un momento de debilidad que puede aprovecharse gracias al uso del gancho de Garuda, y una vez esta se vacía por completo el enemigo entra en fase de vulnerabilidad, donde el daño es más eficiente; según el enemigo y la forma en que el jugador haya gestionado y reservado las seis habilidades de que puede disponer por combate repartidas entre hasta tres Eikon diferentes, se puede reducir mucho la distancia entre estas dos fases y meter al enemigo en un bucle ofensivo.

Pero lo verdaderamente interesante se esconde tras la enorme profundidad del árbol de habilidades. Es imposible dominar apenas la mitad de ellas en una sola partida, y las múltiples combinaciones que permite la configuración de Eikons –que funcionan, en definitiva, como builds de ataque– hace que termines tu primera pasada habiendo masterizado solo un estilo de combate concreto. En mi caso, basado fundamentalmente en la velocidad que permite Fénix y su habilidad de aproximación, unida al pirobarrido en área y a su límite, el daño de postura de Garuda y el daño masivo de Titán, que además desbloquea el parry de escudo del juego. Pero para mi segunda partida me obligué a probar otra combinación entre Shiva, Bahamut y Odín, y parecía un juego diferente. Las posibilidades están cerca de ser infinitas y la fluidez con la que todo puede enlazarse le da al combate de “Final Fantasy XVI” un dinamismo, una espectacularidad y una sensación de control y de poder que podría incluso mirar por encima del hombro a “God Of War. Ragnarök”, “Devil May Cry 5” (Hideaki Itsuno, 2019) y “Horizon. Forbidden West” (Mathijs de Jonge, 2022), algunas de las más altas cotas del género.

Estamos, en fin, ante un videojuego que mejora con las horas y que, pese a no terminar de encontrar nunca el equilibrio entre ese componente más intelectivo, pesado y estratégico que comparte la alta fantasía con la idea de rpg y su enfoque en la acción y el hack and slash, demuestra ser tan valiente como respetuoso en su reinterpretación de la fórmula. Y, sobre todo, demuestra estar comprometido con el mundo y la historia que plantea para, con ello, comprometer al jugador. No es poco, y sobre todo es una buena dirección a seguir después de estar a punto de echar por tierra una franquicia que, pase lo que pase, hace mucho tiempo que es parte de la historia. ∎

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