El videojuego tiene una larga relación con la mirada. Los primeros arcade aprendieron de los pinball e incorporaron pronto un attract-mode que alternaba fragmentos del juego, tutoriales, tablas de puntuación, cinemáticas y lo que hiciera falta para captar nuestro ojo. Quizá recuerdes, como yo recuerdo, pasear por un salón recreativo y embelesarte con esos despliegues, soñando juegos enteros sin llegar a tocarlos. También tuvieron attract-mode muchas de las primeras consolas y así vimos algunos, pegados a escaparates, cosas como las superproducciones de Neo Geo, una consola carísima que nadie tenía y todos queríamos mirar.
¿Y lo de ver a otros jugar? En esos mismos arcades de los inicios siempre había un público para el virtuoso, para el enfrentamiento entre expertos, para el que llegaba donde nadie más llegaba. Luego, a mitad de los 90, consolas como PlayStation rompieron el monopolio del espectáculo visual y los arcade espabilaron llenándose de juegos raros y trastos enormes, como guitarras o plataformas de baile. Con ellos, los juegos “para público” se hicieron la norma. Piensa en Scarlett Johansson en “Lost In Translation” (Sofia Coppola, 2003) paseando por un salón tokiota y mirando fascinada a jugadores expertos luciéndose con “Beatmania”, “Guitar Freaks” o “Taiko No Tatsujin”.
A los recreativos, al menos en occidente, los reemplazó internet. Ya muchos de los primeros juegos online permitían conectarse en “spectator mode”, como un fantasma que se entretiene viendo a los demás competir. Después llegarían YouTube y Twitch: las emisiones se externalizaron y acercaron a los “deportes de espectador”, con su despliegue de cámaras múltiples y sus comentaristas enérgicos. A la cabeza de todo, estaban países como Corea del Sur, donde, se decía, veían partidas de “Starcraft” como aquí se veía el fútbol. A mitad de la década pasada me traje del país la anécdota de encender la tele del hotel y encontrarme un duelo de “Hearthstone”. Al contarlo, me sentía un poco un explorador que había visto un lugar de leyenda. Hoy, lo tienes en Movistar.
El salto de competición informal a deporte implica otro tipo de espectáculo visual: uno con pabellones, luces, pantallas gigantes, camisetas oficiales de equipos y patrocinadores por todas partes. Podemos cuestionar la etiqueta eSport por aquello del ejercicio físico, pero no la “deportificación” de las estructuras y las formas: el videojuego (algunos videojuegos) son ya deportes de estadio. Y los deportes de estadio tienen retransmisiones. Mientras las vamos normalizando (por ejemplo, la final de “League Of Legends: Worlds 2019” se pudo ver en 44 cines de España), se me ocurre fantasear con una Super Bowl del videojuego que incluya halftime shows y acabe de unir deportes y conciertos, esos festines para la mirada colectiva.
A Arino le han seguido gente como James Rolfe, el “Angry Video Game Nerd”, que desde 2004 se deja la paciencia en YouTube con juegos terribles para divertirnos. Rolfe es uno de los máximos divulgadores del kusoge (del japonés “kuso gêmu”, “juego de mierda”), ese “tan malo que es bueno” que gusta tanto a algunas subculturas. Pero el kusoge no es del todo igual al cine o la música basura. La diferencia entre Rolfe y comentaristas de películas malas, como los del programa de televisión “Mystery Science Theater 3000”, es que los segundos ven la película con nosotros mientras que Rolfe juega el juego por nosotros. Ver una de Albert Pyun no requiere mayor esfuerzo que la paciencia. Pero con algo como “Big Rigs” solo te puedes reír si no te toca llevar los controles.
En ese sentido, ceder el mando es devolver fuerza a nuestra mirada. Del “mírame y juega” de los attract-mode pasamos al “mírame jugar” del mercado de la atención de internet. Y al aceptar la propuesta nuestros ojos dan vida a virtuosos, atletas, comediantes e influencers. Que jueguen ellos, que sufran ellos. ¿Puede ser pasiva una mirada así? ∎