El hincha Hornby.
El hincha Hornby.

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Nick Hornby, hincha del Arsenal antes que cualquier otra cosa

Hay muchas maneras refinadas de presentar a Nick Hornby. Periodista, crítico musical, profesor literario, intelectual, escritor. Autor de la primera gran novela contemporánea sobre el fútbol. Pero si tenemos que atenernos a los hechos, y a sus propias palabras, lo más justo es que a este letraherido británico traducido a varios idiomas lo empecemos presentando como hincha del Arsenal. Porque esa definición, muy a su pesar, es la que ocupa el primer puesto de la lista. Recuperamos un episodio biográfico para corroborarlo.

En 1987, Nick Hornby llevaba una vida más o menos apacible. No se atrevía a pedir mucho más. Recién cumplidos los 30 años, de lunes a viernes se dedicaba a dar clases de literatura, puesto al que había accedido gracias a una licenciatura en Cambridge. Vivía en un modesto piso con su pareja. En los ratos libres, cuando no corregía trabajos de los alumnos, leía o escribía, esbozando en su cabeza un improbable futuro como novelista. Por las noches salía a tomar algo con los amigos o se quedaba en el sofá viendo una buena película. También jugaba una vez a la semana una pachanga de fútbol sala. Un partidillo intrascendente, programado para desconectar de la rutina, que aun así él se tomaba con la más estricta seriedad.

Precisamente fue uno de esos encuentros el que hizo que esa capa de aparente normalidad en la que se mecían sus días saltara por los aires. Lo cuenta en “Fiebre en las gradas” (1992, en España 1996), el libro que unos años después lo empujaría a la fama. Pasó el 19 de septiembre. Un sábado. Hornby, sin saber muy bien cómo, en un gesto torpe, pisó mal el cuero en una esquina del campo y apoyó todo su peso en un tobillo, que cedió y crujió como solo crujen las cosas cuando se echan a perder. El dolor fue instantáneo. Tuvo que retirarse cojeando del encuentro antes de tiempo. Un compañero le hizo el favor de acompañarlo en coche. Cuando le preguntó al lesionado dónde quería que lo llevara, si a urgencias o a su casa, este resopló sin dudarlo: “A casa”. Algo empezaba a punzarle por dentro. Y no era precisamente el percance físico, que obligaba a mantener el pie inmovilizado.

“Fever Pitch” (1992): “Fiebre en las gradas”, un gran libro sobre la pasión del fútbol.
“Fever Pitch” (1992): “Fiebre en las gradas”, un gran libro sobre la pasión del fútbol.

En aquella época, cuando algo se torcía, Hornby ponía en práctica un ritual a modo de escudo. No lo contaba a demasiadas personas, por si alguno se atrevía a sospechar que no andaba muy fino. Cerraba los ojos y, muy lentamente, empezaba a repasar de memoria todos los goles que había marcado Alan Smith con la camiseta del Arsenal, el delantero estelar del equipo al que animaba desde pequeño. En un momento así, abatido en el asiento trasero de un automóvil que no era el suyo, no le quedaban muchas más opciones.

Cuando el coche por fin frenó frente a su portal, Hornby volvió de su ensimismamiento e hizo un esfuerzo para reincorporarse. Ya con las piernas dirigidas hacia la calle, se dio cuenta de que la situación era más grave de lo que había imaginado. Al tirarse con un dedo del calcetín, descubrió que un bulto del tamaño de una pelota de tenis se había tragado su tobillo. Inmediatamente, consultó el reloj en su muñeca. La una menos cuarto. El tiempo se había puesto a jugar en su contra.

Debía actuar rápido, dentro de las limitaciones evidentes. Sentado en una silla del salón, se colocó una bolsa de guisantes congelados encima de la zona afectada. No podía hacerse demasiadas preguntas. Ejecutar en modo automático. Pero aquello, a esas alturas, ya era una quimera imposible: en su cabeza se cruzaban a una velocidad vertiginosa todas las contradicciones que tarde o temprano agrietarían esa existencia cómoda y ligeramente intelectual que se suponía que llevaba.

Su novia, como de costumbre, le dio el golpe de realidad definitivo. “No vayas a Highbury, Nick. Se te ve muy dolorido. Podemos escuchar el partido por la radio”. Highbury, en efecto, era el campo del Arsenal. El mismo lugar que un par de horas después, a las tres, el Wimbledon trataría de asaltar en una nueva jornada de la liga inglesa para dejar al bando local sin victoria. Hornby la miró con los ojos muy abiertos. El plan de seguir el encuentro por el transistor pintaba fenomenal, solo que no tenía ni pies ni cabeza. En el fondo él ya sabía que iría sí o sí al estadio, aunque tuviera el tobillo machacado. No había nada que hacer al respecto. Mientras su chica esperaba que después de ese silencio viniera una rendición, a él, en realidad, lo único que le preocupaba era encontrar la forma de llegar hasta allí.

Para Hornby, Highbury era el único sitio en el que llegabas a sentirte como en el mismísimo centro del cosmos. Si ibas a una discoteca, o a un cine, o a cualquier restaurante, podías pasártelo muy bien, pero sabías perfectamente que la vida seguiría rodando a tus espaldas durante ese rato, como siempre sucedía. Pero en ese estadio no. Aunque no quedara muy bien comentarlo en la universidad o ponerlo en la contraportada de un libro, Hornby tenía que reconocer que dentro de esa mole de cemento llegaba a percibir cómo el mundo se paralizaba por completo. Ni siquiera el arte le causaba una emoción similar.

Por eso, pese a los consejos ajenos, fue.

La único que cambió del itinerario habitual es que, con tal de andar menos, bajó en la parada de metro de Arsenal en lugar de en la de Finsbury Park. Además, para ver el partido eligió las localidades de pie, abandonando por una tarde su sitio en el fondo norte, donde las bajadas en masa de los aficionados cuando había gol de los gunners podían poner en aprietos su tobillo roto. Lo que pensaron los espectadores al ver a un tipo arrastrando la pierna y acomodándose a un lado de la barandilla para mantener el equilibrio mientras durase el choque es algo que se quedaron para ellos.

Fachada del Arsenal Stadium, conocido popularmente como Highbury, sede del Arsenal FC entre 1913 y 2006.
Fachada del Arsenal Stadium, conocido popularmente como Highbury, sede del Arsenal FC entre 1913 y 2006.

El Arsenal no tuvo rival sobre el césped. Pese a que el Wimbledon de aquella época tenía fama de ser un hueso duro de roer (por algo a su plantilla, formada por tipos duros, malhumorados, que hubieran vendido a su madre con tal de robarle el balón a un oponente, la apodaban la Crazy Gang), George Graham y sus pupilos hicieron buenos los pronósticos y los tres puntos se quedaron en casa. Andy Thorn (en propia puerta), Michael Thomas y, cómo no, Alan Smith sellaron el trabajo con tres tantos. Cuando el colegiado hizo sonar por última vez el silbato, a Hornby no le parecía que hubiese pagado un precio excesivo. Lo había hecho a gusto. Y lo más reconfortante: salía del templo con un nuevo triunfo en el bolsillo.

En el camino de regreso al piso, tratando de apoyar lo mínimo el pie en el suelo, el escritor tal vez recordó aquello que en una ocasión le explicó su amigo Vaughan, al que conoció, como no podía ser de otra manera, en las gradas de un campo de fútbol. Vaughan, gran apasionado al juego, podía pasar una tarde helada de enero viendo un partido entre reservas de cualquier club modesto de Inglaterra. Le confesó a Hornby que, si lo hacía, era porque de verdad le interesaba lo que sucedía sobre ese terreno de juego, pero que lo más complicado era razonar por qué no era un excéntrico a quienes no pensaban como él. Aquella tarde Hornby tenía todos los motivos para empatizar con Vaughan. Eso de renunciar a una camilla de hospital por un metro cuadrado de espacio en Highbury era algo difícil de entender, pero, sobre todo, mucho más difícil de explicar.

“Soy un idiota”, se dijo a sí mismo la mañana siguiente del Arsenal-Wimbledon, cuando un pinchazo en el tobillo le despertó de golpe y casi le tira de la cama. Llegados a ese punto, la edad y la juventud ya no eran válidas para justificar sus acciones, pensó. “A medida que envejezco, la tiranía que ejerce el fútbol en mi vida, y en la vida de las personas que me rodean, empieza a ser menos razonable, menos atrayente”, siguió, como si el dolor le volviera más lúcido. Un ejército de contradicciones volvió a entrar cabalgando en su conciencia. Por más que quisiera llevar una vida normal. Por más que tuviera inquietudes literarias, artísticas. Por más que soñara con una carrera de prestigio. Por más que quisiera hacerse mayor. No podía. El fútbol, la pura irracionalidad del fútbol, siempre aparecía de nuevo para zarandearlo. Era una fuerza demasiado extrema, demasiado hermosa, como para contrarrestarla. “Hincha del Arsenal”: eso era lo primero que habría que poner en su biografía cuando muriese, antes que cualquier otra cosa. Lo contó mejor que nadie en “Fiebre en las gradas”, una novela monumental, precursora, con la que es imposible que no empatices si tú también has tomado alguna vez la decisión equivocada para no perderte un encuentro de tu equipo. ∎

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