Qué barbaridad lo de Autechre en la inauguración de la nueva edición del festival MUTEK en Barcelona. Se sabía y se comentaba, ya días antes de la actuación, su obsesión con la oscuridad escénica (aunque no todo el mundo estaba al tanto: al inicio del show se oyó más de una voz preguntándose qué pasaba con las luces y si todo el concierto “iba a ser así”). También se daba por descontada, cómo no, su maestría en terrenos abstractos y polirrítmicos; por algo son y siguen siendo leyendas tres décadas después de discos como “Incunabula” (1993) o “Amber” (1994).
Pero, aun así, conociendo los precedentes y sabiendo a lo que íbamos, lo que pasó en la sala Apolo anoche no se ajustó a ninguna expectativa, por muy alta que fuera. El viaje tampoco se pareció a ningún otro que recordemos. Ni tan siquiera a sus últimas visitas al Primavera Sound (2022) ni al Sónar (2015); sí en lo formal (el cuarto oscuro), pero no en lo sonoro. Si en anteriores ocasiones se habían mostrado algo obtusos y herméticos, enredados en su propia telaraña, esta vez convencieron sin necesidad de llevar sus complejas estructuras hasta el paroxismo ni subir el volumen al máximo nivel de intensidad.
Como los Swans hace unas semanas, empezaron marcando un tono de entrada, una atmósfera propicia, para ir creciendo poco a poco, abriendo el foco y dejando pasar su inacabable arsenal de recursos. Arrancaron con ritmos de hip hop fracturado que recordaron por momentos al nunca suficientemente ponderado Prefuse 73, confirmando de paso, para los que no lo supieran, cuál es la raíz primaria, ancestral, de su discurso sonoro. A partir de ahí llegaron ya enseguida los primeros breaks, imposibles de predecir y perfectamente puestos a contrapié; sorprendieron con numerosos e inesperados apuntes melódicos que aportaron un ligero trasfondo funk, sepultado, eso sí, bajo capas de corrosión y arrebatos de ruido texturizado un poco (solo un poco) por debajo del límite de la locura; y se oyeron incontables y sutiles arreglos sintéticos que, en cuestión de dos o tres segundos, giraban la trayectoria de la música hacia lugares que cualquiera diría que visitaban por primera vez. No se puede afirmar que se les viera disfrutar, porque no se veía nada; pero se notaba y se percibía una frescura muy poco habitual en artistas de su trayectoria. Luego, al terminar, alguien nos comentó que ellos mismos habían expresado a la organización lo contentos que estaban con el concierto. Lógico.
Tras unos minutos de caos controlado y euforia en la pista, cuando el reloj marcaba una hora exacta de show bajaron un poco el nivel de energía, pero sin dejar de mantener la tensión ambiental. Y terminaron con un último y generoso tramo de puro placer sensorial y mental, en el que hubo espacio para el acid, gloriosos bajos bleep, algún vocoder escondido (!) e incluso una infecciosa y maravillosa síncopa de dembow (!!), perfecta para bailar con el cuerpo liberado de control. Todo ello disparado a través de varios altavoces de dimensiones considerables puestos estratégicamente en primera línea del escenario y sin sucumbir en ningún momento a la tentación de abrir un mínimo de espacio a la luz, un breve saludo o un “gracias, Barcelona”. Concierto perfecto.
Antes, ya con la sala prácticamente llena, Roméo Poirier convenció con un buen show de ambient de contornos fantasmales y alma pop en lo musical, y con un dispositivo visual bastante particular: un microscopio que ampliaba en la pantalla pequeñas muestras que respondían a las condiciones del ambiente en tiempo real, sin ninguna manipulación extra. ∎