Lucinda Williams, corazón de rock’n’roll. Foto: Juan G. Andrés
Lucinda Williams, corazón de rock’n’roll. Foto: Juan G. Andrés

Festival

Azkena Rock, fuck yeah!

Necesariamente abierto a la búsqueda de otras sensaciones, aunque cómodo en la reivindicación de su esencia, el festival vitoriano es ejemplar por esa capacidad para fidelizar a la audiencia, que sigue señalando en su calendario festivo las fechas de una convocatoria clásica en el sentido más estricto de la palabra.

El Azkena Rock Festival de Vitoria-Gasteiz resiste. Como aquella vieja canción de Barón Rojo o aquella otra del Dúo Dinámico que el confinamiento sobrecargó. Iniciada su andadura con el nuevo siglo para venerar al problemático y febril sector de la guitarra eléctrica, ha cumplido 23 ediciones con una cifra (oficial) de 47.500 visitantes en el cúmulo de sus tres jornadas, en consonancia con años precedentes. Es de suponer que los responsables de booking del festival cada año se las ven y se las desean para buscar grandes cabezas de cartel que aún estén en edad de merecer una oportunidad sobre las tablas, o al menos hayan logrado sobrevivir a la edad provecta más o menos en pie. Y menos mal que estrellas como John Fogerty persevera a los 80 con la misma camisa de cuadros y las mismas canciones de su época juvenil y gloriosa. O una Lucinda Williams que aferrada a la pértiga de su micrófono se olvida de los ictus y otras afecciones.

Este año, el de la Cridens ha sido el gran triunfador si de números hablamos, teniendo en cuenta que nombres como Dinosaur Jr., Manic Street Preachers (perjudicados además por una intensa lluvia), la propia Lucinda o The Flaming Lips no son ni la mitad de mediáticos o famosos entre un respetable entrado en años, con certezas inamovibles, muy ajeno (y alérgico) en general a las beautiful creatures, aunque tienda al poder de la guitarra. Una apuesta de relativa (¿o incluso radical?) apertura podía ser precisamente la inclusión de estos últimos, una nota de color, de mucho color, que seguramente discurrió entre un cóctel de aceptación, curiosidad, indiferencia, sorpresa o rechazo. En el lado opuesto, esa carpa del Trashville en la que cada año es más difícil hacerse un hueco o no sudar como un cerdo. Pero claro, la esencia del asunto está en eso mismo, en encerrarse en un antro y fusionarse con el ritmo, con la velocidad y con los de al lado. Transpiración y contubernio en estado puro. Javier Corral “Jerry”

Buzzcocks, aguantando el tipo. Foto: Juan G. Andrés
Buzzcocks, aguantando el tipo. Foto: Juan G. Andrés

Jueves, 19 de junio

Punk y franquicia no conjugan fácilmente. Los Buzzcocks, verdaderos pioneros de la brecha del 77, sin Pete Shelley, tampoco. Steve Diggle hace lo que puede para mantener a flote la leyenda, en medio de un bajista y otro guitarrista que coincidieron en camisa y pantalón. Quizá para adelantarnos que la reiteración sería el leitmotiv en su hora de actuación. Solo momentos puntuales, como la inicial “What Do I Get?” o la despedida con “Ever Fallen In Love (With Someone You Shouldn’t’ve)”, disimularon algo el fiasco.

The Damned: algo de vigor. Foto: Juan G. Andrés
The Damned: algo de vigor. Foto: Juan G. Andrés

Nuestra siguiente cita nos acercaba a otros fundadores del punk. Pero en este caso todo subió de nivel y The Damned, con tres miembros originales –Dave Vanian, Captain Sensible y el recuperado Rat Scabies– y en formato de quinteto con teclista escondido en la penumbra, salvaron el tipo con más vigor que chispa. Tampoco era cuestión de pedir un set exclusivamente punk a una banda que muy pronto ambicionó otras complejidades y sonidos. Hasta el punto de que, junto a la recuperación de energías propias como “New Rose” –¿se puede cruzar mejor a MC5 con The Stooges?–, “Neat Neat Neat” o “Fan Club” intercalaron versiones de “Eloise” –no demasiado atinada– o “White Rabbit” de Jefferson Airplane. A veces también incluyen “Alone Again Or” de Love. Hippie-punk fusión.

Descorchar un concierto con “Feel The Pain” es jugar con ventaja. Fiar su continuación al desarrollo íntegro de su irregular álbum “Without A Sound” (1994), no precisamente el más destacado en la larga carrera de Dinosaur Jr., entraña riesgos. Era la apuesta de J Mascis, escoltado por los también originales Lou Barlow al bajo y Murph a la batería, además de por varias columnas de amplificadores Marshall. Su forma arenosa y lastimera contagió a buena parte del público, que siguió el concierto con cierto desdén. Hasta que en la parte final sonaron sus hits “Freak Scene”, “Little Fury Things”, “Start Choppin”, la adaptación, que no versión, del “Just Like Heaven” de The Cure o una apabullante “The Wagon” que sirvió de cierre. Javier Corral “Jerry”

Dinosaur Jr.: J Mascis, apabullante. Foto: Juan G. Andrés
Dinosaur Jr.: J Mascis, apabullante. Foto: Juan G. Andrés

Quien esto escribe tenía la sensación que el sonido de Melissa Etheridge era demasiado radioformulario para cuajar en la convención de encrespado rock azkenero, pero en absoluto. En formato power trio con teclados, la cantautora de Kansas tiró de voz rasposa y rock sureño expurgado de AOR y demostró un magisterio guitarrero –tanto en solos como en fingerpicking– que la acercan más a los primeros ZZ Top y al folk-blues –sus licks de blues tejano eran para caer de espaldas– que a Bryan Adams. Se llevó a la plana mayor motera de calle.

Incorporado a última hora para sustituir a Masters Of Reality, Lee Rocker, el bajista de los Stray Cats, se convirtió en el rey de la madrugada del Azkena: la banda, reunida a última hora, fue de menos a más, lastrada por una mala ecualización pero propulsada por la sintonía entre el nervudo bombeo de Rocker y el excelente trabajo del guitarrista Buzz Campbell, que puso su sello sin querer usurpar la personalidad de Brian Setzer. Aparte de los éxitos de los gatos callejeros, rindieron un bonito homenaje a The Band con una versión boogie-woogie de “Ophelia”. Ricard Martín

PiL: John Lydon, en trance. Foto: Juan G. Andrés
PiL: John Lydon, en trance. Foto: Juan G. Andrés

Viernes, 20 de junio

Es curiosa la reacción que produce John Lydon en la gente. Ese amor-odio en función de gustos personales o si se atiende más a la fachada que a la creación musical. Que a estas alturas elija a PiL y no a los Sex Pistols ya es una declaración de intenciones. Y el hecho de tirar de clásicos como “This Is Not A Love Song”, “Rise” o “Public Image” no empaña, en este caso, el rastreo de ritmos singulares para formar algo parecido a un trance continuo que atrapa hasta la abstracción. Tiene también el componente rítmico-bailable que quizá en un gran escenario prevalezca sobre los ritmos quebradizos que entreteje la embrujada guitarra de Lou Edmonds. Creo que convenció incluso a los infieles.

Una de las mayores congregaciones que se recuerdan en el festival se dio cita en torno a la figura de John Fogerty, que a sus 80 años empalmó muchas de las conocidísimas canciones que compuso y cantó a finales de los sesenta y principios de los setenta con Creedence Clearwater Revival. Tras un vídeo introductorio de su reciente cumpleaños, fueron llegando, entre otras, “Bad Moon Rising”, “Green River”, “Fortunate Son”, “Have You Ever Seen The Rain?, “Down On The Corner” o la más coreada “Proud Mary”, e incluso se remontó a The Golliwogs vía “Fight Fire”, con ayuda vocal en este caso. Camisa de cuadros azul oscuro a juego con una de sus guitarras, frondoso peluquín, banda familiar –dos de sus hijos– y un hilillo de voz que por lógica añoraba los agudos extraordinarios de otras épocas. Una celebración para un público entregado y para el propio artista, tras recuperar los derechos de su preciado catálogo que en breve tendrá también nueva versión discográfica. Javier Corral “Jerry”

John Fogerty: celebración. Foto: Juan G. Andrés
John Fogerty: celebración. Foto: Juan G. Andrés

Los madrileños Psilicon Flesh dejaron claro que, más que rara avis, fueron uno de los grupos más interesantes del panorama del rock alternativo español, y quizá los que más riesgos corrieron sin negarse a participar del mainstream. Vestidos de lino blanco ibicenco, su mezcla de metal, thrash, hardcore, pop y funk sonó iracunda y precisa, todavía relevante después de treinta años. La joya de grunge-pop “Chest Pain” rubricó una actuación que dejó con grato sabor de boca al público de primera hora de la tarde.

El ictus que sufrió hace unos años Lucinda Williams no le permite tocar la guitarra, pero esta desventaja se tradujo en un concierto cargado de furia eléctrica y con una banda de traca: el sublime toma y daca guitarrero entre Doug Pettibone y Marc Ford (ex The Black Crowes) transmutó el country-rock de la Williams en un mejunje abrasivo y tonificante capaz de matices emotivos sublimes en “Car Wheels On A Gravel Road”. Agarrada al micro, despreciando la silla, proyectó toda su fuerza en la voz, elevando a las nubes un cancionero superlativo, una demostración de que para que el rock’n’roll siga siendo relevante no es imprescindible ni juventud ni testosterona, solo hace falta ser un artista. Vaya castañazo la explosión final de “Joy”, con recuerdos al “Heartbreaker” de Led Zeppelin y fusionada con “Rockin’ In The Free World”, de Neil Young.

Lucinda Williams: furia y matices. Foto: Juan G. Andrés
Lucinda Williams: furia y matices. Foto: Juan G. Andrés
El cantante de Turbonegro Hank Von Helvete murió en 2021 y desde 2011 lleva sus zapatos Tony Sylvester, expresidente del club de fans, de look mucho más homonormativo que el perturbador Helvete. Turbonegro no tienen canciones: tienen himnos melodramáticos que suenan a una juerga entre Alice Cooper y los Dictators en una discoteca leather hardcore. La broma sigue teniendo mucha gracia, y sus llamamientos a la sodomía festiva se trasladaron al público como un gesticulante karaoke de efectivas consignas de descerebrado hedonismo. No digas hijoputa, hijoputa.

Quizá no fuera la mejor idea del mundo poner en la carpa garagera de Trashville a Escape-Ism, el proyecto electro-art-rock de Ian Svenonius. Su puesta en escena de dueto, minimalista hasta el tuétano –voz sincopada de Svenonius, ritmos grabados y guitarra descacharrante y bajo insidioso a cargo de Sandi Denton–, remite más al spoken word de Jim Carroll y al peligro reflexivo de Suicide. La parroquia del rincón sobaquero quiere caña, cerveza y raca-raca, pero los que prestamos atención pudimos disfrutar de un artista insobornable.

Escape-Ism: Ian Svenonius, insobornable. Foto: Juan G. Andrés
Escape-Ism: Ian Svenonius, insobornable. Foto: Juan G. Andrés

Los Diamond Dogs son entrañables: un carromato gitano con hippies vikingos, con un pie en el rock’n’roll primigenio y el folk-punk borrachuzo de los Faces: sí, el Rod Stewart del principio es protopunk-glam, hay que decirlo más. Esta premisa funciona perfectamente con el cancionero de Little Richard, más si le añades a Chris Spedding, icono precursor del encaje de manos entre glam y rockabilly. Briosos, tocaron de cabo a rabo su disco conjunto de versiones “Macon Georgia Giant” (2025), con la única incongruencia del añadido de… ¡violín al estilo hillbilly en lugar de saxofón! Spedding, algo narcotizado, se quedó en un elegante segundo plano, menos en el momento de pavonearse con “Motorbiking”. Si los cincuentones del público ya piden bandera blanca a las dos de la madrugada, imagínate a un tipo de 81 años que tocó con Pretenders y Robert Gordon. Help the aged, Last Tour. Ricard Martín

Richard Hawley: elegancia y sobriedad. Foto: Juan G. Andrés
Richard Hawley: elegancia y sobriedad. Foto: Juan G. Andrés

Sábado, 21 de junio

Se suele catalogar a Richard Hawley por su lado crooner de barítono romántico, el más emocional y quizá destacado de su carrera, pero no el único. También, y dentro de la revisitación histórica, gusta de componer rítmicos medios tiempos inspirados en las raíces del rock’n’roll. Y hay un tercer vértice, sobre todo cuando ejerce de guitarrista virtuoso y casi experimental, en temas de profunda y esquinada oscuridad. En todo ello sobresale su elegante y sobrio talento, y de todo ello hubo en su concierto alavés. En sexteto y con cambios continuos en lo que parecía una demostración de modelos de guitarras.

Del azucarado y fresco inicio de The Lemon Twigs pudimos ver precisamente eso, la mitad de su concierto, que se solapaba en parte con el de The Flaming Lips. El color y la espectacularidad estaba claro que vendría de la mano de los segundos y su rescate, pieza por pieza, del álbum “Yoshimi Battles The Pink Robots” (2002). También todo un alarde visual, tanto en la pantalla, como en escena, con inflados robots gigantescos, lanzamiento de confeti, lásers, alienígenas, arcoiris, bolas de discoteca... Un universo de fantasía con Wayne Coyne como omnipresente maestro de ceremonias para adornar una música igual de flipada, entre psicodelia espacial y dream pop pasado de vueltas. El gran momento llegó con su hit “Do You Realize??”, que hasta Willie Nelson acaba de versionar, y la despedida de una entretenida función con un mural de globos en el que podíamos leer “FUCK YEAH AZKENA ROCK FEST!”.

The Flaming Lips y su alarde visual. Foto: Juan G. Andrés
The Flaming Lips y su alarde visual. Foto: Juan G. Andrés

Nuestra ruta terminaba con chuzos de lluvia que acompañarían buena parte de la actuación nocturna de Margo Price, presagiados por suaves sirimiris vespertinos. La de Illinois, aunque formada musicalmente en Nashville, tiene una evidente educación clásica que prevalece en su propuesta tradicionalista de country-rock con aromas pop y soul, ceñida sobre todo a la época dorada de los primeros años setenta. Con una formación de quinteto, Price se olvidó del aguacero, no así el técnico que secaba los instrumentos, mientras desgranaba canciones leales a la rectitud del género, incluida la aspereza de sus letras, o críticas veladas a Trump (“alguien que quiere convertirse en rey”), para terminar con una versión a capela del “Mercedes Benz” de Janis Joplin. Javier Corral “Jerry”

Margo Price: tradicionalismo con enjundia. Foto: Juan G. Andrés
Margo Price: tradicionalismo con enjundia. Foto: Juan G. Andrés
El concierto de The Chesterfield Kings, institución del revival garagero liderada ahora por Andy Babiuk, fue una demostración de academicismo rock: cómo hacer sonar tus guitarras de una manera twangy como los Stones de 1965 (“Up And Down”), con dosis del garage psicodélico a la 13th Floor Elevators (“She Told Me Lies”) o citas a los Yardbirds con tres guitarras. La exhibición de instrumentos y sonoridades vintage fue una maravilla, y tienen unos cuantos temazos, pero uno no puede evitar pensar que falta el carismático macarreo del frontman Greg Prevost, el elemento peligroso que los elevaba del revival al rock’n’roll.

Había curiosidad y expectación ante una de los nombres sagrados de la segunda oleada del punk. ¿Qué sentido tienen los Dead Kennedys sin Jello Biafra? La respuesta fue disfrutar de un set sin florituras con puñetazos sobrios y cáusticos de clásicos punk como “California Über Alles” o “Forward To Death”. El entramado que conjuraron East Bay Ray a la guitarra y Klaus Flouride al bajo, un fibroso riffarama con escapadas al thrash metal y al free jazz, nos recordó que inventaron un género. Y mira, Ron Greer haciendo de Biafra estuvo saltarín y resultón, en las antípodas del cómo ignorar a 10.000 personas que se marcó J Mascis la noche del jueves, usando un corralito de Marshalls como sofá de su comedor. Por tradición, la lluvia suele respetar las grandes actuaciones del Azkena.

Dead Kennedys: puñetazos punk. Foto: Juan G. Andrés
Dead Kennedys: puñetazos punk. Foto: Juan G. Andrés
No fue el caso: los Manic Street Preachers y el público afrontaron una hora de diluvio, con riesgo de electrocución para la banda e hipotermia para el azkenero; las caras de cabreo de James Dean Bradfield eran épicas. La lluvia cesó justo en el momento en que Bradfield, acústica en mano, citó las gotas de lluvia de Burt Bacharach con “Raindrops Keep Fallin’ On My Head” –antes se había zampado solo “Bring On The Dancing Horses” de Echo And The Bunnymen–. Pese a la húmeda adversidad, la banda ofreció un concierto majestuoso, de sonido contundente y cristalino, en el que el excelente “Critical Thinking” (2025) se codeó con un repertorio que los reafirma como la última gran banda pensante de brit rock en activo.

Manic Street Preachers frente al diluvio. Foto: Juan G. Andrés
Manic Street Preachers frente al diluvio. Foto: Juan G. Andrés

The Hellacopters nos propinaron un gustoso botefón desperezante a las dos de la madrugada, justo a la misma hora en que Cherie Currie se tragaba una merecida manifestación por haber jaleado el genocidio en Gaza y el asesinato de políticos demócratas, aunque durante el concierto se limitó a decir: “Nada de política de mierda. Somos gente que se ama entre sí”. Tenemos a los Cópteros más vistos que el tebeo, así que Nicke Royale y compañía –¡cómo toca la guitarra el barcelonés LG Valeta, el hellacopter español!– optaron por revitalizar a base de high energy un repertorio que en los últimos años se ha movido del rock de Detroit a Boston (la banda, no la ciudad). Y vaya si funcionó subir el ritmo al once: por una noche, volvieron a ser esa banda de cómic underground de Peter Bagge, recuperando hitos de la roña punk ilustrada como “Born Broke” o “Gotta Get Some Action” sin dejar de lado el pilates con air guitar y las melodías aoreras con ambición de estadio. Ricard Martín

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