Cuando en 2015 recibió el premio NEA Jazz Masters, otorgado por la Agencia Federal de Fondos para el Arte, Carla Bley aludió a una anécdota relacionada con su primera gira por Europa: el público, disconforme entonces con su rupturista propuesta, mostró su enfado arrojándole distintos objetos al escenario. A Carla esta circunstancia la motivó, agradeciendo que sucediera “cualquier cosa fuera de lo común”. Porque la música de la compositora y pianista estadounidense de ascendencia sueca, nacida en Oakland (California) el 11 de mayo de 1936 y bautizada como Lovella May Borg, siempre se desplegó sobre un territorio de ardua enunciación, amigo de la imprevisibilidad e incluso contradictorio. Y en ello tuvo bastante que ver una educación autodidacta y autónoma, opuesta a los rigores académicos y abierta siempre al cambio, al descubrimiento derivado de su propia e ingenua exploración.
Las necrológicas que estos días ocupan medios y redes aludirán a un crecimiento fragmentario pero próximo a la música clásica y a los himnos religiosos, a las frustradas lecciones de piano durante su infancia, al viaje a Nueva York a sus 18 años cuando ya era plenamente consciente de su oído absoluto, al completo descubrimiento del jazz y a su pluriempleo en el club Birdland. Allí escuchó a Count Basie –su pianista preferido–, Miles Davis, Thelonious Monk o John Coltrane y conoció en 1956 a su futuro marido, el gran pianista Paul Bley (1932-2016). Esta unión, además de aportarle un apellido que llevaría orgullosa hasta su muerte, la estimuló a desarrollar su vocación como compositora antes que como pianista. De ahí surgieron piezas como “Ida Lupino”, su partitura más celebrada, “Donkey” o “Ictus”, que evidenciaban una mirada poética y concisa –“estilo haiku”, como su autora las definió– erigida en trampolín para la libre improvisación y alimentada por la irrupción de una new thing con algunos de cuyos paladines –Ornette Coleman o Don Cherry entre ellos– Paul Bley se relacionaba estrechamente.
Los encuentros con los contrabajistas Charlie Haden –para quien orquestaría el primer disco homónimo de la Liberation Music Orchestra en 1970– y Steve Swallow –su futura pareja– sellarían también su posterior devenir. Al igual que George Russell, cuyo libro “Lydian Chromatic Concept” (1953) la marcó profundamente. Aunque seguía viviendo de diversas ocupaciones, las composiciones de Carla Bley, alejadas del convencionalismo y capaces de enlazar a Satie con Monk, ya habían ganado repercusión gracias a su inclusión en discos de músicos como los de su marido –quien centró su “Barrage” (1965) de forma íntegra en su firma–, del Jimmy Giuffre Trio o del mismo Russell: “Supongo que, debido a lo heterodoxo de mis raíces, tenía una cualidad un tanto diferente. Me las había arreglado para conservar mi ignorancia, algo que no se puede recuperar una vez que se ha perdido”.
La eclosión de rock y soul durante los sesenta del pasado siglo y el repliegue del jazz a espacios de culto forzaron a sus músicos a unirse para crear nuevas áreas de creación y difusión. A mediados de esa década surgió en Nueva York la Jazz Composers Guild a modo de colectivo musical autogestionado. A partir de esta iniciativa, Carla Bley y el trompetista austriaco Michael Mantler crearon la Jazz Composers Guild Orchestra que en 1965 derivaría en la Jazz Composers Orchestra (JCO) –que interpretaba música de ambos– y más tarde en la disquera Jazz Composers Orchestra Association (JCOA). La relación pasó a ser también sentimental y Carla rompió su matrimonio con Paul en 1967 para abrir un período de convivencia musical y personal con Mantler que duraría veinticinco años. Ambos salieron de gira por Europa a la cabeza de un quinteto bautizado como Jazz Realities –del que también formaba parte Steve Lacy– y que registraría un primer álbum homónimo donde Carla se documentaría como pianista.
Cansada de la profusión expresiva del free y más interesada por la cultura musical europea, se sintió atraída por las formas del pop, con “Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band” (1967), de The Beatles, como “segundo cambio importante en mi vida después de Ornette”. Compuso entonces para Gary Burton el popular “A Genuine Tong Funeral” (1967), una obra “excéntrica”, según el vibrafonista, influenciada por el rock psicodélico. Pero tendrían que ser los surrealistas poemas de Paul Haines los que actuaran de espoleta de su obra más ambiciosa: “Escalator Over The Hill” (JCOA, 1971), firmado a medias con Haines, al que seguiría a menor escala pero más condensado “Tropic Appetites” (WATT, 1974).
Además de su sólida crónica musical, Carla Bley también se comprometió con el activismo político y social, así como con el control artístico y económico de los músicos sobre su obra. E iniciativas como la New Music Distribution Service en 1972, como división de la JCOA, llegarían a convertirse en distribuidoras de centenares de sellos discográficos. En 1973, Bley y Mantler crearon su propia marca, WATT, mientras que Carla se aventuraba en el mundo de la música clásica y cesaban en 1975 las actividades de la JCO. Se abrían nuevas rutas que la conectarían al rock progresivo o a su propia The Carla Bley Band, con la que practicó un enfoque más expansivo de su obra, accesible e irónico, también desigual: “Ya no quería ser una persona retraída, introspectiva, antisocial, misántropa, confundida y atormentada”. Y los diecinueve minutos de su “Spangled Banner Minor And Other Patriotic Songs (Including Flags, And Now The Queen, King Korn And The New National Anthem)” (1978) lo demostraban fehacientemente, jugando con humor con el himno nacional de Estados Unidos y contando con la implicación de Elton Dean y Hugh Hopper, ex Soft Machine.
Esa libertad también le permitió saltar del punk jazz al formato convencional de big band, a caballo de los setenta y ochenta, para asociarse con Nick Mason de Pink Floyd, Mick Taylor, Robert Wyatt y de nuevo con Charlie Haden en el reivindicativo “The Ballad Of The Fallen” (ECM, 1983) o con la Liberation Music Orchestra.
Pasando por el sexteto, por The Very Big Carla Bley Big Band y centrando su foco luego en formatos más reducidos –hasta apurar su rol como pianista y grabar a dúo con el contrabajo de su pareja sentimental desde 1992, Steve Swallow–, la crónica de Bley se fue cerrando sin nostalgia ya en el nuevo siglo, de la mano de reconocimientos en forma de galardones y de una excelente serie de álbumes para WATT y ECM donde apenas se rastreaba a aquella posmoderna e imprevisible autora de sus comienzos. En ellos parecían concretarse finalmente las palabras que Charlie Haden le dedicó: “Carla halló un modo de concitar tantas cosas, y de tan diversas maneras: espectáculo, emoción, alegría, tristeza, color”. ∎

Financiado mediante donaciones y préstamos a causa del desinterés de las discográficas, este triple álbum –el primero publicado a su nombre– puso de manifiesto la capacidad de Carla Bley para subvertir normas y trepanar barreras estilísticas manejando free y clásica, además de para controlar todos los aspectos de la edición. Obra densa, excesiva y épica, definida como “ópera jazz” aunque bautizada en su portada como “chronotransduction”, su registro convocó a más de cincuenta músicos, entre quienes figuraban Gato Barbieri, Jack Bruce, Leroy Jenkins, John McLaughlin, Sheila Jordan, Linda Ronstadt o Don Cherry en una gloriosa celebración del eclecticismo y la imperfección.

The Carla Bley Band grabó seis desiguales álbumes para WATT entre 1977 y 1983, mientras giraba por Europa y Estados Unidos. Este directo muestra su desplazamiento hacia una vertiente más extrovertida y luminosa, plagada de efectos y dinámicas. Volcada antes en órgano que en piano y dando espacio a una admirable cuerda de instrumentistas –la trompeta de su marido Michael Mantler, el trombón de Gary Valente, el piano y órgano de Arturo O’Farrill o el en todo momento decisivo bajo de Steve Swallow–, la líder se mantiene en segundo plano, dirigiendo y gestionando, mientras que sus composiciones también saben exteriorizar su veta lírica.

El primer álbum de la compositora californiana a la cabeza de su The Big Carla Bley Big Band la situaba en un formato acústico de gran banda donde las partes y el todo encajan al milímetro. Grabado en vivo en Copenhague, la pieza que bautiza el álbum fue un encargo de la Norddeutscher Rundfunk de Hamburgo con motivo del décimo aniversario de la muerte de Duke Ellington, con quien el crítico Natt Hentoff llegó a cotejar a Carla. Extensas y sólidas composiciones y brillantes solos de Lew Soloff, de Gary Valente o de Karen Mantler, hija de Carla, jalonan esta excelente obra.

“Prefiero escribir música a tocarla”. Carla Bley nunca escondió sus preferencias por la composición, y este enésimo y hermoso homenaje del exmarido Paul Bley a su relevante perfil como autora de primer nivel le concede totalmente la razón. El pianista mima en solitario una magnífica selección de su obra por la que desfilan algunas –once en total– de las mejores partituras, como “Vashkar” o “Closer”, tratadas desde un sensible uso de cromatismos y silencios, respetando la composición pero liberando sus desarrollos. Grabado en un solo día, la solemne sonoridad del Bösendorfer Grand Piano potencia aún más una profunda carga emocional, en la que se armonizan afectos personales y musicales.

La última discografía de Carla Bley quedó ligada al sello alemán ECM y centrada en el trío, junto a los saxos de Sheppard y el bajo de Swallow. Con ellos había trabajado en el proyecto “The Lost Chords” (WATT-ECM, 2004), y este penúltimo “Andando el tiempo”, junto a otros trabajos como “Trios” (2013) o el postrero “Life Goes On” (2020), extracta júbilos y aflicciones de una vejez que poco después se vería embestida por el cáncer. Las tres partes del tema titular aluden a fases de dolor y redención de una artista ya octogenaria en las que, pese al tono melancólico, triunfa una hermosa y sobria conversación. “Naked Bridges / Diving Bridges” vuelve a inspirarse en la poesía de Paul Haines para erigirse en delicioso regalo de boda para Sheppard. ∎