La historia de New York Dolls, valga la redundancia, es Historia. A estas alturas, ¿qué más se puede decir? Una estética en contra del sistema, una buscada representación de lo marginal, lo fluido, lo distinto y lo genuino, unas letras irreverentes y provocativas con altas dosis de ironía, un falta de interés en la comercialidad directa y la pulcritud interpretativa remplazada por una cinética salvaje e imprevisible en los directos… Por sus venas circulaban las energías de Lou Reed, Iggy Pop, Mick Jagger y David Bowie, revestidas con flamantes capas de extravagancia visual. Y en medio de toda esta vorágine estaba David Johansen (1950-2025), su vocalista, un caleidoscopio humano que exudaba drama, pathos, emoción, androginia, elegancia, sarcasmo, agresividad, actitud y carisma. Un pack experiencial que acabaría influenciando olas subsiguientes de músicos, desde Morrissey hasta Pete Doherty o Jack White. Aunque, por supuesto, su contribución trascendía sus dotes de performer: junto al guitarrista Johnny Thunders (1952-1991), se encargó de la composición y las letras de todos sus clásicos. En canciones como “Trash” o “Personality Crisis”, canalizaba sus obsesiones de juventud como chaval de Staten Island a quien le tocó circular por las calles frenéticas de un Nueva York sucio y desbordado creativamente, entre trabajo y trabajo detrás de las barras de bares y clubes. El crítico musical Robert Christgau, gran fan del grupo desde el primer momento, declaró en su reseña del disco debut en la revista ‘Creem’ (noviembre de 1973) que, probablemente, New York Dolls era el grupo de rock duro más estimulante de todo el país, incluso quizá de todo el mundo: “Ninguna banda –ni siquiera Velvet Underground– ha conseguido transmitir como los Dolls la emoción cerrada y opresiva que proyecta Manhattan sobre un ser humano en proceso de formación. El chirrido a todo trapo de su música procede directo de la parada de Cooper Union de la línea de metro de Lexington. Es una música fea, estridente y divertida. Su impulso, su estilo y su ambición son de un auténtico frenesí”.
Tras su fundación en 1971, los Dolls tuvieron una carrera empinada, explosiva y tortuosa en la industria musical de la época, marcada por la drogodependencia, el relativo fracaso comercial y las controversias asociadas: en el número de abril de 1974 de la ‘Creem’, se menciona que habían “dividido un continente, o los adoras o los detestas”, y fueron votados la peor y mejor banda del año en la revista. También tuvieron que afrontar broncas entre los integrantes y problemas con el management hasta que decidieron poner fin al torbellino cinco años después de su formación. En 2004, tres décadas después de que sus dos discos en estudio –“New York Dolls” (Mercury, 1973) y “Too Much Too Soon” (Mercury, 1974)– y sus legendarios conciertos fueran alimentando paulatinamente la reputación de culto de la banda entre nuevas generaciones de melómanos, Johansen sería el principal promotor y arquitecto de la reunificación, en gran parte inspirado por la muerte del bajista original Arthur Kane (1949-2004). Este regreso –que vino acompañado de tres álbumes de estudio y se extendió hasta 2011– no pudo esquivar cierta aura de ejercicio nostálgico un tanto aguado, por no decir desmembrado de su irrepetible contexto original, pero también permitió a públicos jóvenes disfrutar de su mítico repertorio, con añadidos frescos que no chirriaban especialmente.
Durante los 30 años que separaron ambas manifestaciones de los Dolls, David Johansen exploró otros derroteros artísticos. En la segunda mitad de los setenta, mientras Johnny Thunders se adentraba más decididamente en los terrenos gamberros del punk rock, reconfiguró su imagen con una serie de admirables discos en solitario de estética más normativa y música que flirteaba con el mainstream: exploró el rock’n’roll, el power pop y la new wave. Pero pronto se cansaría de ese yo ortodoxo y, en un acto notablemente punk (incluso de “crisis de identidad”, si se permite la broma), se reconvertiría en una entidad muy alejada del punk: Buster Poindexter, un peculiar alter ego crooner de regusto kitsch vestido con esmoquin, que bebía copitas de Martini y llevaba el pelo engominado, y con el que lanzaría diversos álbumes de música lounge, jazz ligero, calipso y swing. Así continuaría una década, aparentemente alejado de sus raíces glam, en un proyecto que, sin embargo, sí compartiría cierta teatralidad con su banda de juventud. El single “Hot Hot Hot” (1988), con sus casposos coreos de “olé olé” y ramalazos de guitarra española, gozaría de cierto éxito en fiestas y bodas, una popularidad que Johansen, décadas después, en una entrevista en ‘NPR’, tildaría de pesadillesca. En esa misma época, a finales de los ochenta, su afán interpretativo lo llevaría a introducirse en el mundo del cine, actuando en cintas tan variadas como “Casada con todos” (Jonathan Demme, 1988), “Mr. Nanny” (Michael Gottlieb, 1993; infame película protagonizada por Hulk Hogan) o algunos episodios de la serie carcelaria “Oz” (Tom Fontana, 1997-2003).
Pero le seguiría revolviendo el gusanillo musical. Inspirado por la reedición, a finales de los noventa, de la monumental antología de grabaciones de canciones folclóricas amasadas por el inclasificable artista visual y coleccionista obsesivo Harry Smith publicada originalmente por Folkways en 1952, inició una nueva andanza musical para reinterpretar algunas de esas composiciones, muchas de ellas anónimas, así como otras del cancionero del blues, pasándose rotundamente al universo de la música de raíces. Bautizaría la nueva banda como David Johansen And The Harry Smiths en honor a ese excéntrico neoyorquino con el que, en sus años mozos, se había topado en más de una ocasión en el célebre hotel Chelsea. A pesar de la aparente separación de este proyecto respecto a sus anteriores aventuras musicales, los más versados en la historia de los Dolls recordarán que en más de una ocasión el grupo versionó temas de Sonny Boy Williamson y Muddy Waters, entre otros.
David Johanson pasó los últimos años de su vida perseguido por el cáncer y sus múltiples complicaciones, pero brillaría en un hurra final: el colofón “Personality Crisis. One Night Only” (2022), filme de David Tedeschi y Martin Scorsese que intercala escenas de un íntimo bolo que ofreció en el Cafe Carlyle de Manhattan con materiales de archivo y fragmentos de entrevistas. Scorsese era un viejo fan de los Dolls y como coproductor de “Boardwalk Empire” (Terence Winter, 2010-2014) ya había incluido canciones de Johansen en la banda sonora de la serie; y además conocía el programa radiofónico de Johansen “Mansion Of Fun”, donde se pinchaba de todo (desde folk hasta Maria Callas). En el concierto filmado, testamento inmejorable de una peculiar y longeva carrera, Johansen se presenta como él mismo y como Buster Poindexter simultáneamente, interpretando canciones de toda su carrera al estilo relajado de su alias, además de ofrecer pequeños monólogos y anécdotas que capturan perfectamente su carisma. ∎

Sean bienvenidos a la fiesta de los indeseados y los insolentes. La enajenación mental, las dudas sobre la identidad, la ausencia de correspondencia amorosa, los excesos de la vida o el peso de la soledad son algunas de las temáticas profundas-a-la-vez-que-socarronas que circulan por esta producción poco barroca a cargo de Todd Rundgren. Desde el imbatible inicio con la pegadiza “Personality Crisis”, con el rotundo riffeo de Thunders y un trepidante pianillo boogie, hasta la crujiente clausura de guitarra doble con “Jet Boy”, nos regalan momentos tiernos (las acústicas de “Lonely Planet Boy”), una microodisea rockera (los seis minutos de “Frankenstein”, donde Johansen enloquece al micrófono), ritmos pegadizos (“Trash”) y trapicheos con la armónica (“Pills”, versión de Bo Diddley). Una verdadera traca sin ningún paso en falso, con un combativo delivery vocal de Johansen que deja para la posteridad varios momentos memorables, como esa pintoresca pronunciación de “viet-na-mese” en “Vietnamese Baby”.

La portada de su debut en solitario parece contarnos lo siguiente: finalmente, Johansen se ha calmado y adecentado, y esta es su nueva versión higiénica, apta para el público general. Pero que nadie se deje engañar por las apariencias: el espíritu de Jagger sigue vivo y coleando en su interior, como demuestran de inmediato las extremadamente bailables y rockeras “Funky But Chic” y “Girls”, donde hay kilómetros de guitarreo, ración de hooks melódicos y una admirable ferocidad vocal. Líricamente hay menos mugre cool y más fanfarroneo, pero incluso un divertimento travieso de letras cuestionables como “I’m A Lover” cuenta con memorables dinámicas de coros. Por otro lado, vuelve a asomarse la temática del aislamiento urbano tanto en “Cool Metro” como en la céltica “Lonely Tenement” (donde destaca el violín de Scarlet Rivera, conocida por sus colaboraciones con Bob Dylan), mientras que la canción de amor “Donna”, que oscila entre lo bello y lo azucarado, ofrece un cómodo respiro. Un buen disco para pasar un buen rato.

Hora de preparar la coctelera: el tercer álbum del suavísimo alter ego del músico, posiblemente su ofrecimiento más redondo, es una rara avis de su época, una exaltación del swing, el rock’n’roll y el rhythm’n’blues publicado en plena explosión del grunge. Una delicia anacrónica radicada en arreglos pulcros, sarna sónica y expertos intérpretes, entre ellos Soozie Tyrell, de la E Street Band, o Tony Garnier, el contrabajista de Dylan. La voz inconfundible de Johansen, áspera por naturaleza, se mueve con absoluta naturalidad en un entorno de estética tan distinta; y dada esta infraestructura instrumental, en un par de momentos recuerda a la versión más jazzística y limpia de Tom Waits. En el repertorio, donde se infiltran algunas versiones, se van turnando en términos de protagonismo los vientos de los Uptown Horns (“Doin’ What I Please”, de Fats Waller), el piano (“I Got Loaded”, de Peppermint Harris), la batería (“Drunk”) e incluso el banjo (“The Worst Beer I Ever Had”) o el acordeón (“Alcohol”, de los Kinks). Y sí, por si no había quedado claro con estos títulos, se trata de un álbum conceptual sobre la bebida.

Rodeado por un solidísimo grupo, que incluye la sección rítmica de los bestias pardas Kermit Driscoll y Joey Baron (dúo que acompañó a Bill Frisell en muchos discos), así como Larry Saltzman a la guitarra y el banjo (curiosamente, el músico que enseñó a Timothée Chalamet a tocar como Dylan en el reciente biopic), Johansen se zambulle de lleno en una pasión de toda la vida: el blues y la canción tradicional, estilos que encajan perfectamente con los rasgos de sus cuerdas vocales, aquí ya veteranas. Con evidente respeto y sin florituras innecesarias, rescata un sinfín de perlas, muchas de ellas de autoría anónima y algunas ya visitadas en proyectos anteriores, como “Don’t Start Me Talking” de Sonny Boy Williamson, donde aprovecha para darle bien a la armónica. Se trata de un disco que funciona gracias a una inesperada variedad: se intercalan números grimosos dignos de un speakeasy como “Little Geneva” o la marchosa “On The Wall”, lamentos litúrgicos (“Poor Boy Blues”), jams folclóricas a medio tiempo (“Well, I’ve Been To Memphis”) y tonadas de evocación pastoral (“Oh Death”). ∎