Es mediodía en Echo Park, barrio residencial de Los Ángeles donde habita este tipo encantador y excéntrico, hípster de manual y espiritual de nacimiento (su nombre, ya lo sabrás a estas alturas, es sinónimo de Indra, dios hindú del cielo y el relámpago y el trueno). La pantalla lo sitúa en medio de un salón bañado por la luz californiana, entre cuadros de artistas amigos, libros de zen y mandalas.
Ya no cuelga del techo la “peluca voladora” de la que ahora va a hablar. Su disco recién editado, de fondo doloroso aunque delirantemente titulado así, “Flying Wig” (Mexican Summer-Popstock!, 2023), se beneficia de la producción de la galesa Cate Le Bon y propone un viaje por una decena de canciones con gusto triste –es disco de pandemia– engarzadas en otras tantas composiciones electrónicas con sabor ochentero.
Devendra Banhart nos atiende con su español prácticamente perfecto –con sus peculiaridades sintácticas, eso sí– en un hueco entre ensayos. Todo está a punto para su gira española junto a los músicos Greg Rogove (batería), Brian Betancourt (bajo), Sofia Arreguin (sintetizadores) y Huw Evans (guitarra y coros). Y el telonero John Moods, que es de Berlín y “es lo máximo, ¡estoy superfan!”, afirma él.
Ensayar de cara a los conciertos es enfrentarse al material grabado y ver, desde ahí, sus puntos fuertes y quizá sus vulnerabilidades. ¿Cómo se adapta tu nuevo disco al directo?
Como dijiste, grabar es muy diferente que tocar una canción en vivo. Yo tenía una gran ilusión con algunas canciones y cuando vino el tiempo de tocarlas en vivo no funcionaban. Las que podemos presentar, habitar e “inhabitar” son cuatro o cinco canciones nuevas que ya hemos tocado en Estados Unidos. Nos las sabemos muy bien, pero no tenemos ni idea de cómo va a ser la energía en cada escenario. Es parte de nuestro trabajo bailar con ese misterio; las canciones cambian todas las noches.
Has hablado de este “Flying Wig” como de un disco de renacimiento.
De cada álbum debería uno pensar y sentir eso. Y no significa que sea verdad. Este álbum claro que sí lo es. Y a la misma vez es todo proceso. El renacimiento es un proceso también: uno solamente renace para poder renacer otra vez. Es una práctica que sigue evolucionando: de equilibrio a desequilibrio, de concreto a disolución. Y, claro, los temas de este álbum…
¿Sí?
… me parece que no hay, o no va a haber, un álbum de nadie en los próximos diez años que no tenga que ver, consciente o inconscientemente, con la pandemia. Hasta el que esté tratando de hacer un álbum que sea “vamos a bailar, vamos a bailar, vamos a bailar” va a tener una energía que trate de analizar, procesar y expresar ese gran trauma colectivo. Este álbum tiene que ver mucho con eso y le da un significado muy diferente para mí.
Debió de ser una suerte que el arranque de 2020 te tocara trabajando en Katmandú, justo antes de que empezara la pandemia. ¿Te dio ese viaje la fuerza física o espiritual para afrontar lo que estaba a punto de pasar?
India, Nepal, Bután… estos lugares son muy intensos para mí; es como ir a entrenar; es un bootcamp espiritual en muchas maneras. Entonces, claro, me ayudó muchísimo. Paso mucho tiempo solo, especialmente cuando estoy en un monasterio; entonces uno está entrenando para conectarse más con la parte profunda del mar, no tanto con las olas que siempre están subiendo y bajando… Recomiendo mucho lugares como esos porque son otro mundo; es una gran educación estar en un lugar donde uno no conoce el idioma; eso solo puede abrirte más.
Una peluca puede proteger, falsear, embellecer… Esta peluca, ¿cuál de todos estos fines pretende?
Sí, hace todas esas cosas, pero ahora la peluca también vuela, ¡por fin! Yo lo que quiero es que a todos los drones que usan los militares del mundo se les pueda poner una peluca, ¿OK? Y a los helicópteros también, ¡una peluca gigante! Lo que yo quiero es estar en el libro Guinness con la peluca más grande del mundo, ¡qué bello sería eso! La peluca se convirtió en una metáfora de libertad: hasta ahorita tenía una colgada de un gancho de pescar en medio de este cuarto; estaba aquí en el living room y empecé a hablar con la peluca. Me volví un poquito loco –como todos nos volvimos un poquito locos durante el lockdown– y después me empezó la idea de peluca voladora como un slang para decir que todo está en alta vibración. ¿Cómo fue la vaina? ¿Cómo fue el show? ¿Cómo fue la fiesta? Mi peluca estaba volando, yo estaba flying, estaba tan alta la vaina que mi pelo se subió a la cabeza.
¿Cómo fue el trabajo con Cate Le Bon, ahora tu productora? ¿Qué le pides como artista a quien va a trabajar contigo produciendo tu música?
Confianza y respeto, son los dos elementos más importantes respecto a con quién estás trabajando, a quién estás entregando tus canciones y con quién estás tratando de formular qué ropa le vamos a poner a estos bebés desnudos, cómo vamos a crear el ambiente, cómo se va a mirar ese terreno y cómo se va a mirar ese paisaje. Y a Cate, claro, la respeto tanto… Y ese respeto se manifiesta en que quiero sorprenderla, yo quiero impress her. Eso me ayuda mucho a escribir lo mejor que puedo, porque ella es como el público de alguna manera.
Originalmente íbamos a ser Cate y yo coproduciendo, pero el minuto que ella empezó yo dije “guau, puedo confiar en que esta persona sabe lo que está haciendo, cómo manejarse, cómo conducir; ahorita puedo enfocarme en las palabras y en cómo cantarlas”. Tengo un libro lleno de letras y quiero reducir esas cien páginas a tres o cuatro frases. En este álbum creo que hay menos letras que en todos los otros que he hecho porque Cate estaba ahí y yo tenía esa confianza de decirle “oye, déjame un tiempo para seguir reduciendo, reduciendo y reduciendo”.
¿Siempre trabajas así, con ese libro de letras que vas destilando?
Siempre ha sido así: tengo un notebook, lo lleno, lo lleno, lo lleno y después trato de destilar, destilar, destilar. O sea: escribo una vaina que llenó la página entera; ahora, ¿cómo podemos reducir eso a cuatro o cinco palabras que tengan el mismo impacto? Ese es el tipo de poesía que me interesa. Por eso tengo tanta atracción por los poemas de Japón. Este álbum fue totalmente inspirado por un poema de un maestro japonés llamado Kobayashi Issa. Mucha gente seguramente puede escribir en una página empezando con sus cuatro palabras y así terminan el poema. Lo respeto y lo admiro. Yo no soy así, soy tan flojo y estúpido… ¡no tengo talento! Pero no me importa (se ríe).
¿Con qué instrumento tienes mejor relación actualmente? Después de escuchar el disco supongo que con los sintetizadores...
Cate puede tocar la batería, canta, toca la guitarra, toca el bajo, toca el sinte, toca el piano, toca to-do, ¡es…! De verdad me mata, tengo celos de Cate. Pero nosotros no hablábamos de instrumentos en este álbum, era más… cómo podíamos comunicar un paisaje. Un paisaje de fantasmas, de sombras. Un paisaje liminal y crepuscular. Y entonces, intentando pintarlo, concluimos que muchas de esas imágenes iban a existir usando sintetizadores. Fue así el proceso.
“Flying Wig” tiene ecos de David Sylvian, The Blue Nile, Bryan Ferry con Roxy Music…
Bueno (mira al techo, mueve la cabeza y cierra los puños en un gesto de sublimación), eso es lo máximo: ¡el complimento más grande para mí y el insulto más grande para todos ellos! The Blue Nile es uno de los cinco grupos favoritos de toda mi vida. También Talk Talk; cuando empecé a escribir el álbum en Nepal yo estaba oyendo sin parar una canción suya que se llama “For What It’s Worth”. Cate y yo amamos a Brian Eno, a David Bowie y a Roxy Music, claro, pero ella está obsesionada con Crowded House y yo con The Blue Nile. En el medio tenemos a Prefab Sprout, que amamos los dos. El álbum es triste, tiene que ver con la melancolía, con el deseo; con el dolor en verdad: un dolor ancestral, un dolor universal, un dolor fundamental…
¿El concierto va a tener también esa misma narrativa de dolor y de melancolía?
… espera, déjame terminar. La narrativa del álbum es pesada, pero queremos también divertirnos un poquito, y así pudimos conectar con las cosas de nuestra adolescencia, que son esos álbumes que te decía.
En vivo las canciones siguen siendo pesadas; algunas noches estoy cansado y toco una canción intensa y empiezo a llorar, porque me afecta, y mi trabajo es estar presente y ser honesto. Pero en medio de las canciones nos amamos, en esta banda nos a-ma-mos y eso lo expresamos. Nos contamos inside jokes (“chistes privados”, en inglés) que el público no entiende; no importa: estamos expresándonos nuestro amor y divirtiéndonos. Luego cantamos una canción de un álbum viejo y bailo como un idiota. Del álbum nuevo hay, como tú dijiste, una narrativa melancólica. Pero entre esas canciones estamos to-tal-men-te divirtiéndonos. Y eso me encanta.
Llegas a Europa en medio de un nuevo conflicto, el de Israel y Palestina. ¿Cómo te hace sentir?
Bueno, empezó en esta manera nueva, que es guerra-guerra-guerra. Antes del fin del mes y durante todas nuestras vidas había sido “conflicto”. Lo sentimos en nuestros shows: había ansiedad, dolor, rabia… Eso se está manifestando en todo el mundo, especialmente –claro, yo ni me puedo imaginar, yo no soy la persona que debería comentarlo– en lo que está sintiendo la gente en esa parte del mundo. Solamente puedo percibir el dolor en las redes sociales, en las noticias y en la calle. Ahí no sé, pero aquí en la calle se puede sentir miedo, dolor, rabia, confusión, desesperación. Estoy rezando más que nunca. Rezo: esa es mi manera de tratar de descargar estos sentimientos en mi corazón. Es una situación en la que todo el mundo pierde, ¿qué más se puede decir?
Como artista semilatino, ¿como ves la normalización de la música latina dentro del pop mundial?
Bueno, lo veo un poquito como gente que vino muy tarde a la fiesta, porque no es que acabamos de inventar la música latina pop o la música en español; ha estado siempre. Entonces se siente como… “OK la gente, lo descubrió”… ¡Por favor! (se ríe). Para mí es… qué cómico, qué cool que se puede compartir con más gente. De repente una generación totalmente nueva va a tener esa relación con el español y también con el coreano, ya sabes, con el k-pop, y con el j-pop japonés. Pero yo soy tan contrario que si ahorita cantar en español es cool, yo nunca lo voy a hacer (más risas).
Pensando en tu pasado en Venezuela, ¿cómo valoras que una artista como Arca, que viene de ahí, haya logrado hacer una carrera desde un país donde las cosas son tan complicadas para cualquier músico con aspiraciones internacionales?
Arca es un ejemplo perfecto de cómo un diamante puede venir de un pedazo de coal (“carbón”, en inglés). Ella viene de una sociedad donde no hay apoyo ni existe la idea ni la esperanza de apoyo; ahí todo es DIY (Do It Yourself; “hazlo tú mismo”, en inglés). El producto de vivir en un país que no da ningún apoyo a los artistas es el hyper individualism, que es esentially what all artists are (“esencialmente lo que todo artista es”, en inglés). Es como dice el budismo zen: no mud, no lotus. No sé como se dice mud…
Barro.
Eso, barro. Sin barro no hay loto. Arca es como eso.
Vuelves a España, país que ya has visitado en múltiples ocasiones. ¿Qué música de aquí te gusta?
Hay un grupo que me gusta mucho que se llama Oso Leone. Yo te lo iba a preguntar, pero me preguntaste a mí primero.
Toda esta terminología con la que se ha definido tu música: psych folk, new weird America, freak folk… ¿Te divierte, te molesta, te resulta indiferente?
Cuando empezó lo odiaba, no lo podía creer, me ponía tan bravo… De repente éramos esa cosa, freak folk, y a nadie le gustaba. Y era como “¡qué horror!”. Después no me importaba. Y ya ahorita me encanta todo y es un chiste. Y si me preguntan en el aeropuerto qué hago yo les digo “freak mother fucking folk, baby”. Me encanta porque ahora es todo synthesizers y todavía escriben que hago folk. At this point I fully embrace it (“en este momento me entrego totalmente”, en inglés). ¡La matrícula de mi carro dice “Queen of freak folk”, baby! ∎