El cantautor mexicano, que se dio a conocer con el dolido canto de amor y desamor “Fuentes de Ortiz”, encarrila su carrera con un primer álbum, “Eduardo”, en el que exorciza sus dudas y angustias sobre la naturaleza misma del creador de canciones en un repertorio interiorista, de voz, guitarra acústica y espectros electrónicos. Un paso al frente para consolidarse como músico, dice, y no como showman ni arquetipo andante.
Ed Maverick se acoge a una palabra bien llana, “raro”, para explicar lo que ha vivido desde que, un par de años atrás, la lastimera canción “Fuentes de Ortiz” (sobre un episodio de mal de amores que no sufrió en primera persona, sino que era la vivencia prestada de un amigo) lo colocó en la órbita de las redes sociales. De la posterior mezcla, un tanto loca, del “boom de la fama”, dice, y las disrupciones pandémicas ha salido un álbum, “eduardo” (Universal, 2021), autorreferencial y determinado, en el que funde su introspectivo arte de la canción a voz y guitarra con un gusto por el arreglo enrarecido y la telaraña electrónica, que presentó en España en septiembre, en el Festival Brillante (Madrid) y el barcelonés BAM, donde tuvo lugar la entrevista.
Esta es la estética sonora que ha querido desarrollar ahora que dice sentirse más seguro de su posición como autor. “Ya tengo un poquito más de conciencia de lo que quiero hacer, para que la gente se sienta más acompañada con mis canciones, igual que yo me he sentido con las de otros artistas”, reflexiona este veinteañero neotrovador mexicano (nacido en 2001 en Delicias, Chihuahua), que comenzó a componer canciones de adolescente, disfrutando de sus momentos de intimidad, superándose poco a poco a partir de sus humildes logros. “Era como: ‘Oh, acabo de hacer esto’. Y ese era un buen motivo para seguir escribiendo. Un ‘momento emotivo’, podríamos llamarlo”, evoca. “No era una necesidad, el impulso de querer ser un artista, pero disfrutaba mucho con ello”.
Se diría que se planta ante el entrevistador habiendo encontrado el carril de salida del aturdimiento que le causó el choque de su esfera creativa privada con el ruido del mundo. Eduardo Hernández Saucedo, que adoptó el apellido artístico de “Maverick” en recuerdo a la banda iniciática de la que fue percusionista, habla con sanadora serenidad, como reflejando un asentamiento del equilibrio anímico interno y recordando las razones correctas por las que vale la pena hacer música. Se quita importancia, evita hacerse el misterioso y se desmarca del arquetipo de artista-especial-y-con-un-apasionante-mundo-interior. “La identidad no importa mucho, a menos que quieras vender algo, aunque para vivir en este mundo tienes que vender cosas también”, piensa en voz alta. “Sí, así es como funciona: ser la cara de tal cosa y que se busque a ese artista por algo que no es la música. Y ese no es mi plan”, medita. Y remata, medio en broma (o no): “Aparte de que no hay mucho que ver, podría decir”.
“eduardo” presenta dos ciclos de canciones. Las seis primeras, de “Hola, ¿cómo estás?,” a “,atnetnoc” (‘contenta’, al revés), deslizan pensamientos sobre su relación con el mundo. “Ahí hay un cuestionamiento de mis relaciones afectivas, dado que, con la fama, empecé a salir con gente que aparecía de muchos lados sin que nunca se concretara nada interesante”, revela. Esa secuencia de temas explica que “hay unos círculos que no terminan nunca y que no se detienen hasta que uno muere, ya que nunca dejas de aprender”. Tras ese interludio un poco fantasmal llamado “¿POR QUÉ LLORAS?”, en el que se entreoyen los sollozos (es la única pieza cuyo título no lleva coma, signo con el que Maverick refuerza el mensaje de continuidad en el cancionero), entra en escena una guitarra con ecos cósmicos abriendo el tema “Gente,” pórtico de una segunda sucesión de composiciones que miran más hacia dentro.
Se abre ahí otro ejercicio de “cuestionamiento”, indica. “Como artista y como persona. Porque ahora me he encontrado con que la vida me da algo que me llega a confundir”. En “niño,” recita versos desalentadores mientras entra en acción un ritmo amenazante (“pero aquí estamos solos, como perros de azotea / con el corazón en ruinas, los egos nos pisotean”), y en “gracias,”, pieza elaborada con sus amigos de Muelas de Gallo, abre grandes interrogantes (“y tal vez tenga un gran poder / pero mi ego no es tan grande como pa’ poder creer / ¿Qué pasa? ¿A qué vine? / O, ¿qué voy a hacer”) antes de mirar de nuevo hacia fuera y dirigirse a quienes de un día para otro han pasado a profesarle estima eterna: “No quisiera que me extrañen si no me querían ayer”, canta, ¿con resentimiento? “Ahí cuento dónde me ubico y digo que no me gusta tanto esa tensión”, razona. “El mensaje final es que nos queda mucho por recorrer, que no puede existir el mal sin el bien, y que nos ha tocado vivir en un mundo salvaje y cruel, y cuestionar cada uno de sus aspectos”.
Envuelve esas cábalas en un magnético lenguaje de cancionista, con la guitarra en primer plano, ahora con más atmósferas insinuadas por los sintetizadores. Hace notar Maverick el influjo de “las sustancias” que ha consumido y que le han “ayudado a pensar y a extraer conclusiones más variadas”. A través de esas mismas “sustancias”, repite, aprendió a valorar obras musicales del pasado, de las que generacionalmente se sentía alejado, como las de Luis Alberto Spinetta o Gustavo Cerati. “Ahora entiendo más por qué cierta música es considerada como buena, qué le da derecho. ¿Cuál es la buena música, y por qué? ¿Cuál es la razón objetiva?”, se pregunta, buscando explicaciones a los cánones artísticos. “Al escuchar esos discos antiguos entendí cómo estaban mezclados los instrumentos, cuáles eran los volúmenes y por qué sonaba todo tan cabrón. Comprendí por qué mucha gente piensa que ‘Artaud’ (1973), de Pescado Rabioso, es un gran álbum”.
A Ed Maverick le gusta sentirse parte de la escena mexicana más inquieta de estos últimos años, junto a creadores como Wet Baes, Young Tender, Little Jesus o Juan Cirerol. “Artistas independientes que han creado una movida bonita, que han ido más allá de tratar de sonar como Zoé, la mayor banda del país”, apunta, y destaca de todos ellos su afán de “hacer cosas sin rendir cuentas a nadie, apareciendo en las redes de manera natural y sin hacerte sentir que te están vendiendo algo”. Ahí está, definitivamente, su camino. “Me gustaría ser músico de esta forma: creando, más que siendo un showman”, concluye. “eduardo” le ayuda a reconciliarse con su propio reflejo. “Ahora es todo más real. No tanto un milagro”. ∎